lunes, 16 de septiembre de 2013

publicidad y filosofía ( apuntes tomados de filopolis.net)

                1. ¿Poderes que nos quieren sujetar?
  
                   A menudo nos encontramos con organizaciones o agentes que aspiran a orientar o encarrilar nuestros pensamientos y nuestras decisiones. Pero los humanos, con nuestra racionalidad, tenemos la posibilidad de analizar, reflexionar y tomar decisiones propias e inteligentes.
¿Poderes? Medios de comunicación de masas, grupos económicos de presión o multinacionales, mayorías, propaganda política,... y publicidad son poderes que se ejercen buscando influir y moldear comportamientos. Tiene poder quién tiene la capacidad de producir un cambio en los otros.
                ¿Sujetos? La palabra "sujeto" tiene dos sentidos. Es sujeto quién tiene una identidad, quién está atado a su conciencia y a su yo. Pero sujeto quiere decir, también, estar sometido, sujetado a otro que tiene el control. Podemos mantener nuestra identidad con la publicidad o podemos estar sometidos a ella. La situación humana es una situación abierta.


Continuamente estamos bombardeados por anuncios que desde vallas publicitarias, diarios, revistas, radio, televisión,... nos martillean el cerebro. Son mensajes informativos, persuasivos o seductores que manipulan nuestras emociones humanas más profundas. Este bombardeo se da, de una manera creciente, en la mayoría de países de economía competitiva.     

¿Publicidad? ¿Qué entendemos por publicidad? Según el Diccionario de la Enciclopedia Catalana la publicidad es, en primer lugar, calidad de público, es decir, manifestar o revelar algo sea en un diario o en otro medio de comunicación. Ahora bien, todos sabemos que es mucho más que hacer público.





                2. Recursos o trucos para atraer

                                 Publicidad es más que manifestar o revelar o hacer público algo. Si seguimos atentos, veremos que el Diccionario de la Enciclopedia Catalana ofrece un segundo sentido más específico: la publicidad es la comunicación masiva que tiene por objeto informar, persuadir y conseguir un comportamiento determinado de las personas que reciben esta información. Así, pues, la publicidad persigue tres objetivos: informar, persuadir y conseguir una determinada compra.

El reto de los informadores o comunicadores publicitarios es grande: tienen que conseguir que un producto determinado, básicamente idéntico a otros muchos del mismo tipo (bebidas, deportivas, pantalones,...) sobresalga y, mediante la persuasión, llegue a ser el preferido. Un reto grande si tenemos en cuenta que el destinatario ya está saturado de mensajes.

                                                              



Pero, ¿qué es persuadir? Persuadir es llevar alguien, con buenas o malas razones, a hacer o creer determinada cosa. Persuadir es parecido a convencer.

Si no es la calidad informativa lo que distingue un producto, la información sobre este tenderá a ser mínima; la diferenciación se apoyará en la imagen de marca y en la presentación. Y cuando la imagen de marca es el único hecho distintivo, los publicistas recorren a trucos para atraer la atención del receptor con el objetivo de sujetarlo. Trucos o recursos que se usan para persuadir o, yendo más allá, seducir. Así:
                a) Palabras trampa. Los anuncios que contienen palabras como por ejemplo nuevo, rápido, mejor, auténtico, único, sorprendente, venden más productos.              
                b) Atracción sexual. Los anuncios que utilizan animales, niños o atractivo sexual tienen más probabilidad de vender el producto del cual hacen publicidad que aquellos que contienen personajes más neutros, caricaturescos o históricos.
                c) Patrones ideales. Los anuncios con modelos o patrones ideales de comportamiento tienden a hacer crecer las ventas. Así, jóvenes que reciben amor, afecto y amistad; parejas jóvenes que disfrutan de calidad de vida; amas de casa que impresionan el suyos maridos;...   
                d) Disonancia cognitiva. Los anuncios capaces de provocar disonancia cognitiva incrementan las ventas. La disonancia es la percepción de que se no tiene aquello que la anunciando supone tendría que tener. Se crea disonancia cuando se afirma, por ejemplo, que la tecnología que tenemos no es la que tendríamos que tener. La disonancia crea un malestar que nos mueve hacia la consonancia, es decir, a comprar.

















 3.Productos y promesas

                                 La publicidad forma parte integrante del sistema de producción y de distribución al servicio de todos. Los fabricantes de bienes y proveedores de servicios necesitan informar y recordar aquello que ofrecen. La información es útil para la economía de la producción; los consumidores tienen que poder elegir entre diferentes opciones. La publicidad tiene un efecto estabilizador de la ocupación, asegurando la venta regular de la producción. La publicidad es el fundamento de la competencia en el mercado; estimula el desarrollo y la innovación.

Esta sería una vertiente positiva de la publicidad: cumple una función social informativa y estabilizadora de la vida económica, es motor del desarrollo económico, es un impulso dinámico del mercado. Ahora bien, la publicidad va más allá: vende mucho más que el producto que anuncia. Ciertamente, un anuncio concreto pide al receptor que compre un objeto identificable, pero el anuncio trae mensajes implícitos. Por ejemplo, el mensaje que este objeto o producto conferirá un determinado reconocimiento social; en este caso, el mensaje publicitario va dirigido más a la autoimagen del comprador que a las calidades funcionales del objeto comprado.

La publicidad vende productos; pero la publicidad vende, especialmente, promesas. Se venden promesas de juventud, promesas de belleza, de vitalidad, de prestigio,… Como a menudo se ha repetido, "el alma de un anuncio es una promesa, una gran promesa". Muchos spots, con caras llenas de sonrisas y con una actitud eufórica, son una promesa de felicidad fácil. Con la compra del objeto promocionado, se ofrece una promesa de éxito social o sexual: el éxito de los triunfadores gracias al producto. Unas veces es la Coca-Cola, otras la Pepsi-Cola, quién nos vende la promesa de libertad; una libertad que, sorprendentemente, se obtiene haciendo lo que se quiere que haga todo el mundo, es decir, comprando la bebida anunciada.
               
La más elemental reflexión muestra que entre el producto anunciado y el valor prometido hay poca relación. Pero la publicidad no apela a nuestra racionalidad sino a nuestra emotividad; si la publicidad aportara argumentos racionales, sería fácil encontrar contra-argumentos.





4. Persuasión o seducción

                                 Los recursos más sofisticados del mundo del arte y del entretenimiento que desde siempre estaban al servicio del mundo del ocio y del mundo lúdico están, hoy, al servicio de la publicidad: seducir artística y bellamente con objeto de vender. Se ha dicho que actualmente la mejor fotografía se ve a los anuncios de la televisión o a los anuncios de la publicidad estática.




Un objetivo manifiesto de la publicidad es el de persuadir, es decir, el de convencer al receptor; pero a menudo la publicidad pretende seducir más que no persuadir. Persuadir y seducir son actividades parecidas pero con remarcables  diferencias. En la persuasión se ofrecen razones (buenas o malas) y argumentos; el receptor puede defenderse y su capacidad de elección no queda anulada. En la seducción toman primacía los sentimientos y las emociones; se pretende fascinar y cautivar (hacer cautivo).

La seducción es un tipo de comunicación ambivalente: la atracción seductora es un deslumbramiento muchas veces engañoso. Una persona seduce cuando se expresa con un lenguaje enmascarado que evita la transparencia. Igualmente, la publicidad es un lenguaje seductor que pretende atraer de una manera enmascarada. El receptor, como la persona seducida, no puede, al final del proceso, vivir sin el que lo ha seducido. La seducción es hace con tanta delicadeza que el sujeto que la vive no la vive como seducción.                 



La publicidad, con la seducción, deviene un juego de trampas, de ingenio, de subterfugios y de piruetas largamente estudiadas y analizadas por los especialistas. Es tanto su poder que, al fin, el sujeto queda convencido que tiene que comprar un determinado producto y que realmente lo necesita para poder vivir y para ser feliz. El sujeto llega a creer que compra el producto de manera espontánea y natural, cree que la decisión emerge de él mismo, cuando en el fondo no es otra cosa que la respuesta esperada a un conjunto de estímulos pensados con premeditación.

5. La publicidad sobrepasa la función que le es propia

                                 ¿Podemos imaginar nuestro mundo sin publicidad? Probablemente, no. La publicidad nos ayuda y orienta a la hora de tomar decisiones de compra. En nuestro mundo moderno, industrializado y consumista, nos sería difícil vivir sin la información que nos da idea sobre todo lo que se ofrece. No obstante, tenemos que analizar si la publicidad ha de mantenerse dentro de unos determinados límites o bien si el objetivo mercantilista de aumento de ventas lo legitima todo.

La primera y más global consideración que podríamos hacer sobre el hecho publicitario es preguntarnos si la publicidad sobrepasa la función que le es propia, es decir, si sobrepasa la función de informar y persuadir al consumidor. Y sobrepasa la función cuando va más allá del mundo comercial y penetra en ámbitos culturales, educacionales y sociales que no le corresponden. ¿Cómo sobrepasa su función?


               
a) Modelando mentalidades.
La publicidad contribuye a modelar la mentalidad de niños, jóvenes y adultos; la publicidad indica cuáles tienen que ser nuestros ideales, las aspiraciones, los sentimientos profundos. Con las estrategias publicitarias, si la persona no es reflexiva, puede verse arrastrada y, al mismo tiempo, estar convencida de actuar con llena independencia. Ahora bien, no se tiene que olvidar que la publicidad también es efecto o reflejo de la sociedad. Para muchos sociólogos es el mejor espejo de las características de nuestra sociedad. Así, una crítica a la publicidad exige una crítica a la sociedad consumista y masificada que lleva a producir este estilo publicitario.




                b) Manejando sentimientos.
Optando más por el camino de la emotividad que no lo de la racionalidad, la publicidad maneja nuestros sentimientos de culpa, nuestros miedos y angustias, los sentimientos de soledad y nuestras tensiones internas. Si un publicista es capaz de jugar con un deseo o un miedo bastante compartido, si es capaz de remover heridas abiertas, entonces su anuncio será un éxito.


                c) Uniformando.
La publicidad llega a ser un factor de integración social, pero su integración es uniformadora. Contribuye a disgregar las subculturas de una determinada sociedad a favor de una cultura dominante. La eficacia publicitaria necesita un máximo de masificación. Ciertamente, se tiene en consideración la escalera social, es decir, el hecho que la sociedad está dividida en clases, pero dentro cada clase se requiere uniformidad.



                d) Estimulando el consentimiento.
La publicidad nunca fomenta la discusión, la crítica, la reflexión. Busca el consentimiento. Estimula el consentimiento a favor de la situación dominante. Así, la imagen de la subordinación de la mujer, transmitida por la publicidad, legitima su discriminación en la vida cotidiana, en el trabajo, en casa. Refleja y reproduce lo que pasa en la realidad; pero esta reproducción refuerza y legitima la desigualdad dominante.




                e) Estableciendo o reforzando valores.
Las personas no sabemos vivir sin valorar, es decir, vivimos una actitud positiva y preferencial ante determinadas acciones, objetos o personas. La publicidad, seleccionando unos valores y marginando otros, reconfigura nuestro universo de valores. Una reconfiguración de valores que sólo atiende criterios económicos.

Así, pues, el fenómeno publicitario incide en áreas que van más allá de su función declarada; penetra en ámbitos que no le son propios y, en estos, opera eficazmente por medio de técnicas de psicología publicitaria.



jueves, 12 de septiembre de 2013

P.U.E. 6º- Unidad II - Síntesis de la ética kanteana





Manuel Kant nació en 1724 en una ciudad de la antigua Prusia. Su obra “Critica de la Razón Pura” apareció cuando el tenia sesenta años. También escribió, “Critica de la Razón Práctica”, “La Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres”. En estas últimas es donde se expone su punto de vista ético. Falleció en 1804.
Para Kant lo verdaderamente bueno es la voluntad. Una cualidad cualquiera puede ser buena o mala, dependiendo de la intensión con la que se usa. La buena voluntad no es buena por lo que realiza, tampoco es buena porque se adecue para alcanzar algún fin que nos hayamos propuesto. La buena voluntad es buena en si misma. Esto la hace más valiosa que todo aquello que pudiéramos conseguir por medio de ella. Kant dice que muchas veces sabemos lo que debemos hacer, y sin embargo nos dejamos llevar por nuestras apetencias personales, nuestros afectos, nuestras preferencias o conveniencias. Esto se debe  que  los seres humanos no estamos constituidos solo por la razón,  sino también por las  inclinaciones. Cuando  sabemos lo que esta bien, pero nuestras inclinaciones quieren arrastrarnos en sentido contrario, la buena debe convertirse en deber.
 El Deber es el aspecto fundamental de la ética kantiana. El deber siempre tiene un carácter coercitivo, en tanto que surge para oponerse y reprimir a las inclinaciones. Esto no significa que solamente obramos bien al oponernos a nuestras inclinaciones.
Kant clasifica los actos en relación al deber:
Un acto contrario al deber es el del caso de un compañero que te pide que lo ayudes a estudiar para el examen de filosofía, porque no entiende algunos puntos del programa. Tú tienes tiempo para hacerlo y tienes claros los temas estudiados, sin embargo prefieres quedarte viendo tu programa en la televisión. De este modo habrás obrado de forma contraria al deber.
Supongamos que ese compañero conoce los contenidos del examen de historia que tu también debes rendir, de modo que tu le dices que tu lo ayudas con filosofía solo si el te ayuda con historia. Como obraste por conveniencia, tu acto coincidió  con lo que el deber indicaba pero lo hiciste por inclinación. Tu acto se clasifica como de acuerdo con el deber por inclinación mediata. Ahora si el que te pide que lo ayudes es tu mejor amigo y  accedes ha hacerlo, tu acto habrá sido de acuerdo con el deber, por inclinación mediata. Cuando los actos son de acuerdo  con el deber, ya sea por inclinación mediata o inmediata, decimos que son moralmente neutros.
Obrar por deber, seria en el ejemplo, que ayudaras ha quien te pidió que lo hicieras, solo porque tienes que hacerlo, ajeno a todo interés o inclinación.
La ética kantiana propone que debemos cumplir con lo que el deber nos manda mas allá que ello nos proporcione un beneficio personal. Existe una regla objetiva para poder determinar que acción es buena y cual no lo es. Esta regla objetiva esta formulada en los imperativos categóricos.
Un imperativo es el lenguaje en el que se expresan los mandatos morales, por ejemplo los diez mandamientos dados a Moisés. Son categóricos porque mandan en forma absoluta, mas allá de las circunstancias particulares en las que se encuentra la persona o en los beneficios que esa acción le pueda brindar.
Los imperativos Hipotéticos son los que mandan en forma condicional. Por ejemplo “si deseas ser ayudado por tus compañeros, debes ayudarlos cuando ellos lo necesitan”. Decimos que una máxima es un principio por el cual se obra, aquello por lo cual se realiza una acción. Es un principio subjetivo. Mientras que el imperativo categórico es objetivo.
Primera formulación del imperativo categórico: “Obra según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal”.
Segunda formulación del imperativo categórico:” Obra de tal manera que no consideres a la humanidad como un medio, sino siempre como un fin en si misma”.
Para Kant la felicidad no puede ser el objetivo del obrar ético del hombre. Si la naturaleza hubiese querido hacernos felices nos habría dotado solo de instintos. Si nos doto de razón es para que a través de ella seamos moralmente buenos, que es más importante que la felicidad en cualquiera de sus formas.


P.U.E. 6º - UNIDAD II - El problema ético: ¿Qué es lo bueno?, la respuesta de Epicuro de Samos.






Las enseñanzas de Epicuro (341-270 a. C.), nacido en Samos, a pesar de no haber ejercido gran influencia en la filosofía posterior, fueron muy estimadas en su época, y sus máximas eran sumamente respetadas por sus  contemporáneos.
Epicuro fue el creador de una comunidad denominada "los filósofos del jardín", puesto que era en el jardín de una casa que Epicuro adquirió en Atenas donde un grupo, no solo de hombres sino también de mujeres (cosa novedosa si la comparamos con el Liceo de Aristóteles o la academia de Platón) se reunía para cultivar la amistad y la Filosofía. Estas dos eran para Epicuro las claves para conseguir la felicidad, por consiguiente, a ellas dedicó su vida. Y puesto que la Filosofía permitía alcanzar la felicidad, toda persona debía dedicarse a ella. Así Io expresaba el autor:
"Ni el joven postergue el filosofar ni el anciano se aburra de hacerlo, pues para nadie está fuera de lugar, ni por muy joven ni por muy anciano, el buscar la tranquilidad del alma. Y quien dice que no le llegado el tiempo de filosofar o que ya se ha pasado, es semejante a quien dice que no ha llegado el tiempo de buscar la felicidad o que ya ha pasado. Así, deben filosofar ancianos y jóvenes: aquellos para enseñar a los jóvenes y estos para reunir al mismo tiempo juventud y experiencia."
Pero ¿qué era la felicidad para Epicuro? La felicidad estaba dada por la conjunción de dos factores, la ausencia de preocupaciones (en griego, "ataraxia") y el placer ("hedoné" en griego), razón por la cual se considera a Epicuro uno de los principales representantes del hedonismo.
Analicemos, entonces, dos factores.
En primer lugar, ¿cuáles son las preocupaciones que el filósofo proponía  evitar? Son fundamentalmente tres: el temor a los dioses, el temor a la muerte y el temor al futuro.
Contrariamente a lo que muchos detractores del epicureísmo afirmaban, Epicuro no parecería haber sido ateo. Sin embargo, los dioses eran, para él, seres demasiado alejados de nosotros, los humanos, y no se preocupaban por nuestras vicisitudes, por lo que carecía de sentido temerles.
En cuanto al temor a la muerte, Epicuro lo consideraba un sinsentido, puesto que "todo bien y todo mal residen en Ia sensibilidad, y Ia muerte no es otra cosa que la perdida de Ia sensibilidad misma".
También lo expresaba el filósofo en otras palabras, las que se transformaron en una célebre argumentación:
"La muerte, pues, el más horrendo de los males, en nada nos pertenece, pues mientras nosotros vivimos no ha llegado y cuando llegó ya no vivimos. Así, la muerte no es contra nosotros ni contra los muertos pues en aquellos todavía no está y en estos ya no está más."
Esta concepción de Epicuro trasciende el tema de la muerte en sí. Detrás de ella esconde una valoración de la vida fundamental en su filosofía. Lo que nos propone no es una teoría abstracta sino, como muchos la han considerado, una sabiduría de vida, caracterizada por el optimismo y la admiración ante la existencia misma del mundo y del hombre. Esta afirmación de la vida fue encarnada por el mismo Epicuro,  quien aun en los momentos finales de su vida, cuando afrontó con fortaleza y optimismo la enfermedad renal que finalmente lo llevó a la muerte.
Por último, carece también de sentido temerle al futuro, puesto que "el futuro ni depende enteramente de nosotros ni tampoco nos es totalmente ajeno, de modo que no debemos esperarlo como si hubiera de venir infaliblemente ni tampoco desesperarnos como si no hubiera de venir nunca." Y ya que el destino no existe, poseemos algunas cosas por  azar, y otras por obra nuestra, y son estas últimas las que debemos atender.
El otro factor para lograr la felicidad, juntamente con la "ataraxia" , es la obtención del placer. ¿Debemos entender esto en el modo en que lo hicieron los antecesores del epicureísmo, los cirenaicos, encabezados por Aristipo, que sostenían que debe buscarse el placer del momento, sin atender a la tranquilidad y al reposo espiritual? Definitivamente no. Hay dos elementos que permiten diferenciar claramente la propuesta de Epicuro de la de Aristipo. En primer lugar, Epicuro ponía especial empeño en diferenciar tres tipos de deseos:
los naturales y necesarios (por ejemplo, satisfacer nuestro apetito con el simple y saludable pan de todos los días),
los naturales y no necesarios (disfrutar de una comida sabrosa, así como disfrutar de los placeres espirituales)
y los no naturales ni necesarios (asistir a un opíparo banquete), a los que también llama vanos o superfluos.
Los placeres naturales no sólo son permisibles sino que son buenos; por el contrario, el deseo de placeres superfluos debe ser evitado. Podemos afirmar por esto que la ética hedonista es una ética naturalista, en tanto identifica lo natural con lo bueno. En las palabras del autor, "todo placer es un bien en la medida en que tiene por compañera a la naturaleza”.        Los placeres vanos no son buenos porque, a Ia Iarga, nos acarrearán dolor; no sólo son más difíciles de conseguir, sino que además son más fáciles de perder.
"Tenemos por un gran bien el contentarnos con Io suficiente, no porque siempre debamos tener poco, sino para vivir con poco cuando no tenemos mucho, estimando por muy cierto que disfrutan equilibradamente de Ia abundancia y Ia magnificencia los que menos la necesitan, y que todo Io natural es fácil de conseguir mientras que lo vano es muy difícil de obtener.  Asimismo, los alimentos fáciles y sencillos son tan sabrosos como los complicados y costosos cuando se elimina todo lo que puede causarnos el dolor de carecer de estos. EI pan ordinario y el agua producen el mayor de los placeres cuando llega a obtenerlos un necesitado.
El acostumbrarse, pues, a comidas simples y nada magníficas es útil para la salud, lleva al hombre a preocuparse por las cosas necesarias para la vida, lo pone en mejor disposición para concurrir de vez en cuando a los banquetes suntuosos y lo prepara ante los vaivenes
de Ia fortuna. Así, cuando decimos que el placer es el fin no queremos entender los placeres de los lujuriosos o los que consisten en el goce material como se figuran algunos ignorantes de nuestra doctrina o contrarios a ella o que la entienden erróneamente, sino que unimos el no padecer dolor en el cuerpo con el tener el alma tranquila”.
Juntamente con esta triple diferenciación de los deseos, Epicuro nos habla de la importancia de poseer una virtud sin la cual es imposible elegir y ordenar los placeres. Esta virtud es Ia prudencia, y gracias a ella podemos desechar un placer si éste nos ocasionará un mal futuro, aceptar un mal cuando su consecuencia sea un placer superior o no caer en la aceptación ciega de un placer si esto nos impide la adquisición posterior de un placer mayor o más elevado.
"Todo placer es un bien (...) pero no se ha de elegir cualquier goce. También todo dolor es un mal pero no siempre se ha de huir de todos los dolores. Debemos, pues, discernir tales cosas por comparación y juzgarlas con respecto a su conveniencia o inconveniencia, pues en algunos momentos huimos del bien como si fuese un mal y, al contrario, buscamos el mal como si fuese un bien."
El discernimiento de los distintos placeres y la recta prudencia nos permiten, en síntesis, acercarnos a una vida feliz, lo cual constituye el objeto de la Filosofía. Sin embargo, esto debe interpretarse en relación con la noción de " ataraxia " antes vista.
Epicuro valoraba como placer fundamental la tranquilidad del alma y la ausencia de dolor. Si atendemos a la distinción que con frecuencia se hace entre placeres activos y placeres pasivos, podemos afirmar que el filósofo localizaba su búsqueda en los segundos, esto es, en el placer en reposo, a diferencia de Aristipo, que ensalzaba los primeros.
"La ausencia de turbación (ataraxia) y de dolor (aponía) son placeres estables; en cambio, el goce y la alegría resultan (placeres) en movimiento por su vivacidad. Cuando decimos, entonces, que el placer es el fin, no queremos referirnos a los placeres de los intemperantes o a los producidos por la sensualidad (...) sino en hallarnos libres de sufrimientos del cuerpo y de turbaciones del alma."
En suma, una vida en privacía, rodeada de amistades y de placeres moderados, con el mínimo de dolores posibles y tranquilidad en el alma, es lo que nos brindará la felicidad, y hacia eso debe encaminarse el hombre.

"Ni Ia posesión de las riquezas, ni Ia abundancia de las cosas, ni la obtención de cargos o el poder producen la felicidad y Ia bienaventuranza, sino la ausencia de dolores, la moderación en los afectos y Ia disposición de espíritu que se mantenga en los límites impuestos por Ia naturaleza”.

Diferencias entre ética y moral

 Ética y moral, desde la etimología




La palabra ética proviene del griego êthos y significaba, primitivamente, estancia, lugar donde se habita. Posteriormente, Aristóteles afinó este sentido y, a partir de él, significó manera de ser, carácter. Así, la ética era como una especie de segunda casa o naturaleza; una segunda naturaleza adquirida, no heredada como lo es la naturaleza biológica. De esta concepción se desprende que una persona puede moldear, forjar o construir su modo de ser o êthos.
¿Cómo se adquiere o moldea este êthos, esta manera de ser? El hombre la construye mediante la creación de hábitos, unos hábitos que se alcanzan por repetición de actos. El êthos o carácter de una persona estaría configurado por un conjunto de hábitos; y, como si fuera un círculo o una rueda, éste êthos o carácter, integrado por hábitos, nos lleva en realizar unos determinados actos, unos actos que provienen de nuestra manera de ser adquirida.   
La palabra moral traduce la expresión latina moralis, que derivaba de mos (en plural mores) y significaba costumbre. Con la palabra moralis, los romanos recogían el sentido griego de êthos: las costumbres también se alcanzan a partir de una repetición de actos. A pesar de este profundo parentesco, la palabra moralis tendió a aplicarse a las normas concretas que han de regir las acciones.
Así, pues, desde la etimología, hay poca diferencia entre ética y moral: una y otra hacen referencia a una realidad parecida. Pero hoy, pese a que a menudo se usan de manera indistinta como si fuesen sinónimos, se reconoce que tienen significados divergentes.

Ética y moral, hoy: dos niveles diferentes

Tan antiguo como la misma humanidad es el interés por regular, mediante normas o códigos, las acciones concretas de los humanos; en todas las comunidades, en todos los pueblos, sociedades o culturas encuentran prescripciones y prohibiciones que definen su moral.
"En cada comunidad, incluso en la tripulación de un barco pirata, hay acciones obligadas y acciones prohibidas, acciones loables y acciones reprobables. Un pirata tiene que mostrar valor en el combate y justicia en el reparto del botín; si no lo hace así, no es un ‘buen’ pirata. Cuando uno hombre pertenece a una comunidad más grande, el alcance de sus obligaciones y prohibiciones se hace más grande; siempre hay un código al cual se ha de ajustar bajo pena de deshonra pública." Bertrand Russell Sociedad humana: ética y política.
Ahora bien, junto al nacimiento de la filosofía apareció otro tipo de interés, el de reflexionar sobre las normas o códigos ya existentes, comparándolos o buscando su fundamento. Estos dos diferenciados niveles de interés o de actividad humana constituyen lo que conocemos hoy, respectivamente, por moral y ética. Veamos.
La moral es un conjunto de juicios relativos al bien y al mal, destinados a dirigir la conducta de los humanos. Estos juicios se concretan en normas de comportamiento que, adquiridas por cada individuo, regulan sus actos, su práctica diaria. Ahora bien, ni las normas o códigos morales se proclaman como el código de circulación, ni cada persona asume o incorpora automáticamente el conjunto de prescripciones y prohibiciones de su sociedad, ni cada sociedad o cultura formulan los mismos juicios sobre el bien y el mal. Es por todo eso que la moral a menudo es un conjunto de preguntas y respuestas sobre qué debemos hacer si queremos vivir una vida humana, es a decir, una vida no con imposiciones sino con libertad y responsabilidad.
La ética, por otro lado, es una reflexión sobre la moral. La ética, como filosofía de la moral, se encuentra en un nivel diferente: se pregunta por qué consideramos válidos unos y no otros comportamientos; compara las pautas morales que tienen diferentes personas o sociedades buscando su fundamento y legitimación; investiga lo qué es específico del comportamiento moral; enuncia principios generales o universales inspiradores de toda conducta; crea teorías que establezcan y justifique aquello por el que merece la pena vivir.  
La moral da pautas para la vida cotidiana, la ética es un estudio o reflexión sobre qué origina y justifica estas pautas. Pero las dos, si bien son distinguibles, son complementarias. Del mismo modo que teoría y práctica interaccionan, los principios éticos regulan el comportamiento moral pero este comportamiento incide alterando los mismos principios. A menudo los conflictos de normas morales que aparecen cuando tenemos que tomar decisiones son el motor que nos impulsa a una reflexión de nivel ético. Es por ello que Aranguren, reconociendo la vinculación entre teoría y práctica, llama a la ética moral pensada y a la moral, moral vivida.
Estamos a nivel moral cuando:     
Cumplo una promesa hecha ayer pese a que hoy me doy cuenta de que su cumplimiento me crea problemas.   
Ayudo voluntariamente a un compañero de clase si bien me arriesgo a herir su orgullo.
Decido si tengo que ser o no sincero con un compañero de clase que parece quiere ser amigo mío.     
Rechazo robar la calculadora de un compañero de clase sabiendo que nadie me ve.        
Estamos a nivel ético cuando:
Razonamos que los pactos han de cumplir siempre, del contrario, en lugar de acuerdos entre amigos, tendríamos que hacer contratos legales.
Me pregunto sobre qué tiene más valor moral, la intención que inspira un acto o los resultados que con él se obtienen.
Reflexiono sobre valores, preguntándome si el valor de la autenticidad es preferible el valor de la amistad.
Tengo presente la máxima o regla de oro: "No hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti".

miércoles, 11 de septiembre de 2013

Filosofía: aceptar que no vemos claro


Xavier Rubert de Ventós, en su libro ¿Por qué Filosofía?, se dirige a un público no formado ni informado en lo que se refiere a la filosofía. En cada uno de los temas que trata parte de un ejemplo cotidiano, de una frase hecha o de un chiste, mostrando como en ellos mismos puede encontrarse mucha filosofía.
De la primera parte, que lleva por título "De la importancia de ver oscuro", son estos dos pequeños fragmentos. Hacer filosofía es aceptar que no vemos claro. También en esta primera parte, el autor se hace preguntas sobre el tema de la percepción, del lenguaje, de la moral, …




      «Y bien, hacer filosofía es en cierto modo ser suficientemente valiente o suficientemente ingenuo para aceptar que no vemos claro. Para aceptar el desconcierto e incluso la desazón que nos produce lo que no entendemos. A menudo se cita como frase inaugural de la filosofía la expresión de Sócrates: "Sólo sé que no sé nada." Y es que, efectivamente, la filosofía ni sabe mucho ni da casi nada. No da, por ejemplo, ni la seguridad que nos ofrece la ciencia, ni el gusto que produce el arte, ni el consuelo que nos puede dar la religión. La filosofía no cierra, ni culmina, ni satisface nada; la filosofía es más bien la carcoma, el veneno, la inquietud, la eterna investigación del pensamiento insatisfecho, el culo de "Jaimito" (expresión que proviene del catalán y significa que nunca se está quieto)   del espíritu.»
(...)
«Filósofo, en efecto, es aquél quién ve en cada respuesta o claridad un nuevo problema o una nueva oscuridad. De aquí viene que en vez de responder las preguntas tienda a llevarlas más allá, y es preciso reconocer que en eso se asemeja mucho a los niños. Los pequeños, como sabéis, siempre hacen más preguntas de la cuenta:
— ¿Y por qué trabajas todo en el día, padre?
—Para que tú puedas ir a la escuela.
— ¿Y por qué he de ir a la escuela?
—Para estudiar y aprender muchas cosas.
— ¿Y por qué he de estudiar y aprender muchas cosas?
—Para que cuando seas mayor puedas ganarte la vida.
— ¿Y por qué debo ganarme la vida, padre?
—Para poder casarte, tener hijos...
— ¿Y que los hijos vayan a la escuela? Así yo voy a la escuela para que mis hijos vayan a la escuela, para que...»

RUBERT DE VENTÓS, Xavier. ¿Por qué filosofía?, Barcelona: Ediciones 62, 1983.



domingo, 8 de septiembre de 2013

Filosofía, un constante paso del mito al logos










Se suele decir que el inicio de la filosofía radica en el paso del mito al logos, es decir, en el paso de explicaciones o respuestas tradicionales y arbitrarias a explicaciones lógicas y racionales. Los griegos protagonistas de este paso o salto fundaron lo que se llama filosofía, ahora bien, ¿este paso se hizo una vez para siempre o, por el contrario, constantemente tenemos que repetirlo? 

La actividad de los primeros que filosofaron

Los mitos son relatos fabulosos que explican o dan respuesta las interrogantes o cuestiones importantes para nosotros, en segundo lugar, los mitos son relatos que buscan dar modelos de comportamientos. Los mitos se imponen como relatos llenos de autoridad pero sin justificación; apela, emotivamente, a que las cosas siempre han sido así. Los mitos griegos, por ejemplo, explican cómo se hizo el mundo, como fue creado el primer hombre y la primera mujer, como se obtuvo el fuego, como apareció el mal en el mundo, qué hay después de la muerte, etc. simultáneamente, las actuaciones extraordinarias de los personajes míticos son un ejemplo o pauta a seguir. Los griegos disponían de gran número de mitos, nosotros, también. Disponemos de mitos que cumplen tanto la función explicativa como la función ejemplificadora.
En Grecia, en el siglo VI antes de Cristo, unos hombres emprendedores, los primeros filósofos, empezaron a cuestionarse tanto las explicaciones que daban los mitos como las pautas de conducta que ofrecían. Eran unos hombres a quienes les atraía hacerse preguntas, porque notaban incoherencias en los relatos míticos de su entorno, que constataban relatos diferentes en pueblos diferentes. Estos hombres, dominados por una plural curiosidad y por una actitud crítica, son los que protagonizaron lo que se conoce como milagro griego: el paso del mito al logos. Para ellos, este paso significaba desconfiar de las imaginativas narraciones o explicaciones populares y, con una mirada nueva, observar y analizar la naturaleza, intentando descubrir en ella las causas de los acontecimientos, por lo que en lugar de hablar de divinidades empezaron a inventar conceptos. Con los mitos, el mundo era caótico y arbitrario: nada estaba sometido a leyes naturales fijas; con la visión racional del mundo, éste se convierte ordenado y regido por unas leyes estables y fijas que se pueden descubrir.
Este paso fundacional de la filosofía, acontecido en Grecia y explicable por una confluencia de factores, no es algo «natural» y definitivamente adquirido, es un paso que debe realizar toda persona que quiera mantener una actitud despierta e investigadora.
Cuando un niño de seis o siete años comienza a descubrir incoherencias y contradicciones en el encantador relato de los Reyes Magos, entonces comienza a revivir una experiencia parecida a la de los primeros filósofos. Lo que el niño había creído durante toda su vida es ahora asediado con multitud de preguntas, el proceso de superación de su mito será conflictivo y aleccionador. El abandono o pérdida del agradable relato de los Reyes Magos y la aceptación de que estos son los padres será, probablemente, su primer paso del mito al logos. Si el niño o niña, ya adulto, mantiene su inquietud original, revivirá nuevos episodios de este paso, los niños están muy cerca de la genuina actitud filosófica.

Mitos y logos de ayer

El doble mito de Prometeo y Pandora es un mito clásico de ayer que explica el origen de la humanidad y la aparición del mal en el mundo. Prometeo, benefactor de la humanidad, constató que los animales estaban más armónicamente provistos que los hombres (desnudos, descalzos y desarmados); para equiparlos mejor robó a Zeus el fuego, recurso que hace posible la habilidad técnica, y lo dio a los humanos, de esta manera, adquirieron las artes útiles a la vida .Pero Zeus, temiendo que estos se convirtieran demasiado fuertes y sabios, se enfureció por el don que Prometeo les había otorgado y, a cambio, creó un alegre regalo portador de desgracias. El regalo era Pandora, la primera mujer, a Pandora le fue regalada una caja llena de males, los males que aquejan la vida de los hombres. Ciertamente, los mitos tienen poder explicativo. Constituyen el inicio de un proceso intelectual. Prometeo y Pandora pueden simbolizar las dos caras de la situación humana: el bueno y positivo que todos tenemos y las inevitables contrariedades que nos acompañan. El mito, creado en una sociedad de creciente machismo, puso en la mujer el origen del mal; obviamente, el progreso intelectual llevará a cuestionarse esta explicación prejuiciosa.
Pero con los mitos y con sus indicaciones (constataban los primeros filósofos) los barcos se hundían y la navegación se convertía insegura. En los mitos clásicos a menudo se expresan, con bellas palabras, profundas intuiciones; pero incluyen pluralidad de elementos irracionales que los primeros filósofos querían diferenciar y separar de su actividad.
La nunca satisfecha curiosidad de los primeros filósofos, su constante hacerse preguntas, su actitud crítica, sus dudas ante las explicaciones oficiales, etc. condujo a buscar explicaciones o respuestas argumentadas y abiertas al debate. La misma palabra filosofía, utilizada para designar la actividad de estos griegos, significaba y significa «afán o anhelo de saber», no posesión de saber o conocimiento: eran suficientemente conscientes de la dificultad de expresar la última palabra sobre temas como qué es el ser humano, de donde proviene el mal presente en el mundo, cuál es el principio o cuál es causa de toda la realidad.

 Mitos y logos, hoy

¿Mitos, hoy? Nuestro mundo también nos ofrece relatos míticos, es decir, explicaciones arbitrarias que quieren imponerse apelando no a las dimensiones intelectuales de la persona, sino sólo a las dimensiones emotivas. ¿No son relatos míticos, por ejemplo, los spots publicitarios que nos dicen que vale la pena, qué hacer, qué es lo que tiene sentido? Si uno no despierta su logos puede bien creer que si adquiere este nuevo producto anunciado probará una mágica libertad, una eterna belleza.
Uno de los mitos destacables de nuestra sociedad es el relato que sobre la ciencia nos transmiten los medios de comunicación: la ciencia aparece como un conocimiento objetivo y definitivo capaz de liberar los humanos de sus sufrimientos y de abrir las puertas de la felicidad. Ahora bien, quien conoce la trayectoria de diferentes ramas de la actividad científica sabe muy bien que no es esta la grandeza de la ciencia, son muchos los científicos conscientes de los límites de la ciencia, de su provisionalidad, de la imposibilidad de crear una teoría definitiva y de eliminar la duda. Pero a pesar de la inseguridad y el espíritu crítico latente en el corazón de la actividad científica, los medios de comunicación la mitifican bien contradictoriamente: se proclama que nuestra sociedad está dominada por la ciencia y, simultáneamente, las noticias científicas son transmitidas de una manera nada científica. Si uno no despierta su logos, se mantendrá en la perspectiva mítica de la ciencia que conviene a diferentes poderes.
Desde la filosofía también podemos hablar de otro mito actual: el mito de la opinión pública. ¿A qué realidad se hace referencia cuando se habla (y se hace con frecuencia) de opinión pública? La opinión pública tiende a presentarse como la voz del pueblo, una voz sacralizada y llena de autoridad. Pero, ¿cómo y quién detecta esta opinión pública mitificada? ¿Por qué se insiste tanto en ella? En esta cuestión, como en otros similares, el paso del mito al logos pasa por descubrir que la opinión pública es la interesada opinión de aquellos que tienen poder para hacer pública su opinión.
Como ya hemos visto, la actividad de los hombres que por primera vez pasaron de explicaciones míticas a explicaciones racionales, se ha llamado filosofía o «anhelo de saber », pero otra palabra muy significativa podía haberse impuesto: aletheia, que significa «descubrir» lo que está escondido, «des-velar», «desenmascarar». Unas actividades que realizaron los griegos y que han realizado, en mayor o menor medida, los filósofos de todos los tiempos. 



El poder como problema filosófico



Introducción

El poder es uno de los rasgos de la vida social. Se sabe, por ejemplo, que en las sociedades de primates existen ciertas jerarquías e incluso líderes que son respetados por todo el grupo.
Como no podía ser de otra manera, también en las sociedades humanas aparecen antes o después rasgos relacionados con el poder: distribución de funciones, autoridades, jerarquías y a partir de cierto nivel de complejidad aparecen instituciones, leyes escritas y diferentes mecanismos de legitimación. El poder es tan antiguo como el hombre mismo y jamás ha dejado de estar en el centro del pensamiento filosófico. Podemos partir de una reflexión muy cercana al sentido común, que nos presenta el poder de una manera contradictoria: como límite e incluso represión de la propia libertad, pero también como garantía que asegura que dicha libertad pueda crecer y desarrollarse. Detestamos el poder cuando lo vivimos como un obstáculo, pero reivindicamos su presencia y actuación cuando entendemos que alguno de nuestros derechos se ha conculcado. Esta ambivalencia no es, ni mucho menos, ajena a la vida cotidiana de cada ciudadano: todos vivimos rodeados de símbolos del poder e incluso en algunos momentos participamos del mismo. Por todo esto, es importante que todos los ciudadanos, como integrantes de una sociedad política, contemos con unas nociones suficientes alrededor del poder.

¿Qué es el poder?

El poder guarda una relación directa con la convivencia social y aspira a la organización y la toma de decisiones de todo lo referente a la vida pública. El hecho de compartir espacios y tiempos con otros seres humanos obliga a asumir cierto tipo de tareas que nos conciernen a todos: el poder es precisamente la manera de articular este tipo de tareas, distribuyéndolas en diferentes instituciones o personas, en función de la estructura social y política de cada momento. En cualquier sociedad el poder político se reserva el derecho a la coacción (amenaza física o psíquica) y a la coerción, es decir, el empleo legítimo de la violencia física como medio para lograr un fin que se considera política o socialmente beneficioso.
Evidentemente, esto no justifica de manera automática cualquier ejercicio violento por parte del poder vigente en cada tiempo: al contrario, es conveniente mantener siempre un espíritu crítico, ya que el poder tiende a tomar decisiones que a menudo van más allá del área que le corresponde, abusando de la posición de privilegio que cualquier tipo de poder implica. En este sentido, la división de poderes es un rasgo característico de todo sistema democrático, que pretende evitar el abuso por parte de cualquiera de los poderes: la concentración del poder nos conduce hacia el totalitarismo, cuyas nefastas consecuencias nos resultan aún cercanas por hechos históricos recientes que han marcado nuestra propia identidad como occidentales.
Si asociamos poder con coacción y coerción, con el uso legítimo de la violencia, estamos quedándonos sólo con una parte del concepto. En su sentido más noble, el poder implica un servicio a la sociedad e incluso un sacrificio de la persona que lo ejerce. Es lamentable que no sea esta la concepción más extendida, pero no es difícil encontrar ejemplos históricos de deber, buscando en sus decisiones el bien común de la sociedad y no el suyo propio. Las concepciones negativas del poder olvidan su conexión con el bien común y dejan de lado también a este tipo de personalidades que en cierto modo han de servir de ejemplo al resto. Se podría decir que muchas de las críticas que recibe  el poder político están más dirigidas hacia las personas que lo ocupan que hacia el poder en sí. De hecho salvo el anarquismo, que también estudiaremos, el resto de teorías han defendido la necesidad del poder, otorgándole diversas formas y funciones. Por ello, no se puede ignorar que, en el fondo, hablar del poder puede llevarnos muy fácilmente a estar hablando también del ser humano: es nuestra manera de ser la que exige la existencia de un poder y también la que en ocasiones puede llevarnos a desnaturalizarlo o corromperlo, haciendo un uso indebido y éticamente reprobable del mismo.
A partir de estas ideas introductorias, podríamos ofrecer una primera definición del poder político como la capacidad de decidir en los asuntos que afectan a una sociedad, pudiendo utilizar la coacción y la coerción en la realización práctica y efectiva de dicha decisión y reservándose el uso legítimo de la fuerza. Esta capacidad debería orientarse, en un principio, al bien común, pero nada impide que se dirija hacia otros intereses alejados del general y más cercanos a las personas que ocupan los puestos de responsabilidad. Es importante subrayar que esta concepción del poder no se puede identificar simple y llanamente con los cargos más relevantes de una democracia o de cualquier otro sistema. Conviene más bien fijarse en la metáfora que utiliza Foucault con frecuencia y a la que hemos aludido al hablar de la crítica de la cultura: el poder es una red que se va extendiendo a toda la sociedad y cuenta con diversos nódulos. Así entendido el poder no es sólo lo que reflejan los grandes medios de masas. Antes bien, el funcionario que recoge solicitudes, el vendedor que aplica impuestos a sus productos, el policía o el profesor son también personificaciones del poder político, representantes de un sistema que justifica o legitima sus actos. Y ello, por supuesto, sin olvidar que las relaciones de poder aparecen en todos los grupos humanos: hay poder en una comunidad de vecinos, en un equipo de fútbol o en una asociación cultural, por la sencilla razón de que todas estas agrupaciones necesitan algún tipo de organización y estructura desde la que llevar a cabo las tareas comunes que unen a todos sus integrantes.

Una explicación desde la teoría de juegos: el dilema del prisionero

En la tradición filosófica hay una corriente que trata de justificar el poder político: el contractualismo. Para esta corriente, que estudiaremos más adelante, la vida en sociedad no es algo natural, como en su día afirmara Aristóteles, sino una convención, un acuerdo artificial: el contrato social. El contractualismo no pretende explicar la génesis histórica de las diferentes instituciones que representan el poder, sino más bien mostrar la función del poder político y su legitimidad. En nuestros días, esta teoría se ha expresado a través de la teoría de juegos, una rama de la economía que trata de describir el comportamiento racional en contextos estratégicos, en los que el resultado de nuestra acción no depende únicamente de la acción que nosotros realizamos, sino también de lo que los demás hacen. Uno de los juegos más conocidos viene descrito por el dilema del prisionero, en el que podemos elegir dos acciones distintas: cooperar con la otra persona, renunciando a nuestro máximo beneficio posible en favor del mejor resultado para los dos, o no cooperar aspirando a encontrar el óptimo individual, pero arriesgándonos a desembocar en una situación perjudicial para todos. Muchas de las interacciones sociales y de las decisiones que hemos de hacer frente encajan dentro de este dilema: cooperar o no cooperar, asumiendo los costes que implican la vida en sociedad.
En una situación en la que no haya un poder político, cada individuo mirará únicamente por su único interés. Como se ve, la teoría de juegos presupone que el ser humano es egoísta por naturaleza, un homo  economicus que calcula aquella acción que le proporcionará el mayor beneficio. Situados en un contexto social, estos individuos que optan por no cooperar con el resto, pretendiendo el máximo beneficio personal posible, provocan una situación desastrosa para todos: el egoísmo no favorece ni fortalece la sociedad, sino que más bien la debilita e incluso fomenta cierta inseguridad e indefensión. Esta situación es la que Hobbes describe como una “guerra de todos contra todos”. El poder puede tener entonces un origen racional, aun entendiendo dicho adjetivo en el sentido egoísta del calculador de beneficios y desventajas: si todos miramos únicamente por nosotros mismos todos salimos perjudicados, y podríamos crear una institución que nos obligue a cooperar mínimamente en los asuntos que nos afectan a todos, penalizando y persiguiendo a aquellos que no cumplen este acuerdo esencial, que sería el pacto social. Así lo ha entendido, por ejemplo. David Gauthier en su obra La moral por acuerdo.
Si aceptamos esta visión estratégica del poder, nos estaríamos acercando también a una concepción liberal de la política: el acuerdo que firmamos diariamente por medio de la convivencia es “de mínimos”, nos conduce a una organización social en la que, en principio, cada uno puede desarrollarse sin interferencias de los demás y de la sociedad. El poder que nace de esta concepción basada en la teoría de juegos sería una autoridad cercana a la de los estados liberales, que se limitaría a recaudar impuestos para garantizar unos servicios esenciales: seguridad e infraestructuras básicas. La función primordial del poder consistiría entonces en velar por el cumplimiento de las pautas elementales de colaboración, sancionando a todos aquellos que se saltan las normas comunes: desde los que conducen a más velocidad de la debida hasta los que evaden impuestos pasando, por supuesto, por otra serie de infracciones como el robo o el asesinato. Se trata, sin duda, de una visión de la sociedad y el estado un tanto descarnada, que a buen seguro no encajará en la concepción de la sociedad y la política de personas dispuestas a un mayor compromiso ético y político con los demás, que entiendan el poder como un mecanismo compensador de desigualdades. La visión estratégica del poder que nos ofrece la teoría de juegos es sólo un punto de partida y también un estímulo para la reflexión en torno a la función social, política y económica del poder y la viabilidad de modelos alternativos de poder y, en consecuencia, de estado.

Maquiavelo: la política como disciplina autónoma

Uno de los primeros autores en elaborar una reflexión compleja en torno al poder es Maquiavelo, filósofo florentino del renacimiento italiano. Su concepción del poder se refleja en sus dos obras principales: El príncipe y Discursos sobre la primera década de Tito Livio. Lo primero que llama la atención en el pensamiento de Maquiavelo es la emancipación de la política, como actividad humana relacionada con el poder, de cualquier otra esfera como puede ser la moral o la religión. Hasta el renacimiento, la política no se había desarrollado como una disciplina autónoma: en sus inicios estará directamente relacionada con la ética y así lo defiende, por ejemplo, Aristóteles. Esto generará ciertas tensiones, pues aunque la ciudad esté por encima del individuo, ha de respetar siempre la ley natural, por lo que en cierta manera la ética fija los límites, las reglas del juego aceptables en política. Al adentrarnos en la edad media, la influencia principal la recibirá de la religión: el poder proviene de Dios, que autoriza y da validez a las decisiones que se tomen. De una manera u otra, no encontramos hasta Maquiavelo una teoría política amplia sobre el poder, con independencia de otras actividades humanas.
Esta autonomía de la política incluye en Maquiavelo una doble dirección que se puede concretar en las obras citadas anteriormente. La lectura de El príncipe se ha de completar con las ideas que presenta en los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, que es para algunos intérpretes la obra más importante de Maquiavelo. En ella reflexiona en torno a la república como la mejor forma posible de gobierno, ya que permite que los ciudadanos se identifiquen y se sientan implicados en los asuntos comunes. Una república que tiene que huir de cualquier tipo de idealización, contando con que a menudo los ciudadanos, e incluso los propios gobernantes, pueden mirar más por el propio interés que por el común. Vuelve a aparecer el Maquiavelo político y estadista, que pone su gran conocimiento de los asuntos del pasado al servicio del presente, tratando de comprenderlo e incluso de anticiparse al futuro.
En vez de ver contradicciones con El príncipe, cabe un intento de armonización: si bien hay que trabajar siempre en favor de la república, existen circunstancias de excepción que pueden hacer más aconsejable una monarquía, con un gobernante audaz e inteligente capaz de dirigir al país aplicando los consejos de El príncipe. No es, ni mucho menos, una manera de “salvar” a Maquiavelo, sino de subrayar su intento de convertir la política en una ciencia autónoma, en la que los intereses humanos se manifiestan de una forma conflictiva y problemática, siendo imprescindible una actitud reflexiva que permita tomar las mejores decisiones en cada caso.
Una consecuencia de esta separación de la política respecto a la ética y la religión es una frase que ha pasado a la historia como “maquiavélica”, aunque no se encuentra como tal en ninguna de sus obras: “el fin justifica los medios”. El maquiavelismo político no postula que cualquier fin esté justificado, sino simplemente que el fin por excelencia del príncipe, en los momentos en los que una república se está fundando o está sufriendo una crisis, ha de ser conservar el poder, convirtiéndose en símbolo de la fortaleza de la república. Este sí es el fin que justifica cualquier medio, sin entrar a considerar la moralidad o inmoralidad de la medida en cuestión.
Así el responsable político puede verse obligado a mentir a la población si con eso logra su principal objetivo. De la misma forma, cuando el príncipe toma una decisión que favorece a su pueblo, hay que ser consciente de que no lo hace con fines éticos o humanistas, sino tan sólo pensando en su beneficio personal, que consiste en mantener su puesto el máximo tiempo posible. El maquiavelismo, en consecuencia, no viene a decirnos que cualquier medio está justificado, o que cualquier fin es válido: tal y como aparece en El príncipe, se trata más bien de una propuesta práctica dirigida a los gobernantes, para que ejerzan su función de una manera correcta, entendida esta palabra en un sentido únicamente político, no moral o religioso. Ser un buen político implica tomar las decisiones adecuadas para mantener el poder. En El príncipe, Maquiavelo nos presenta un completo manual del gobernante. Tomando ejemplos de grandes conquistadores y gobernantes, así como de su actualidad y la historia de diferentes naciones, trata de analizar las condiciones que pueden permitir a quien lo desee alcanzar el poder. Hay dos conceptos clave:
1. Fortuna: en cada momento se dan un cúmulo de circunstancias sociales, económicas, militares y culturales que pueden determinar de una forma absoluta al gobernante. La fortuna influye tanto en la consecución del poder como en su conservación y todo gobernante ha de ser consciente de que hoy puede ser favorable, pero en un corto plazo de tiempo todo se puede invertir. Este concepto de fortuna exige del príncipe cierta oportunidad: ha de saber aprovechar la ocasión cuando la tiene, asumiendo también que pueden llegar tiempos en los que las circunstancias le sean adversas, obligándole incluso a abandonar el poder. Puede ser que la mitad de las cosas dependan de la fortuna, pero la otra mitad están del lado del gobernante que ha de hacer frente a los problemas con ímpetu y convencimiento.
2. Virtud: este concepto alude a las cualidades personales que ha de tener un político para ejercer correctamente su función de gobierno. La virtud política no guarda relación alguna con la virtud moral: el político ha de poner en práctica la astucia, la capacidad de engaño e incluso comportamientos inmorales como la traición o la mentira. Maquiavelo no pretende que la política sea sinónimo de corrupción e inmoralidad, pero sí afirma que en determinadas circunstancias actitudes consideradas inmorales pueden ser las más convenientes para el gobernante e incluso para el pueblo gobernado. La virtud del príncipe tiene que ver más con valores como la astucia, la capacidad de convicción o el miedo que es capaz de infundir en quienes le rodean que con cualquier otro valor moral.
Teniendo estos dos conceptos en cuenta, Maquiavelo va precisando cómo se puede llegar al poder y qué hay que hacer para mantenerlo. Su visión realista de la política, le lleva a dar consejos como los que aparecen en las siguientes ideas, acompañadas en algunos casos de fragmentos de El príncipe:
1. El buen gobernante ha de estar siempre cerca del poder militar, garantía última de su poder: “Un príncipe no debe tener otro objeto ni pensamiento ni preocuparse de cosa alguna fuera del arte de la guerra y lo que a su orden y disciplina corresponde, pues es lo único que compete a quien manda.”
2. El príncipe debe tender a la tacañería: “Por tanto, un príncipe, para no despojar a sus súbditos, para poder defenderse, para no volverse pobre y miserable, para no verse obligado a expoliar, debe temer poco incurrir en la tacañería; porque éste es uno de los vicios que hacen posible reinar.”
3. Es preferible ser temido que amado: “Surge de esto una cuestión: si vale más ser amado que temido, o temido que amado. Nada mejor que ser ambas cosas a la vez; pero puesto que es difícil reunirlas y que siempre ha de faltar una, declaro que es más seguro ser temido que amado. Porque de la generalidad de los hombres se puede decir esto: que son ingratos, volubles, simuladores, cobardes ante el peligro y ávidos de lucro.”
4. El príncipe debe incumplir sus promesas, si así le conviene. Ha de ser un león y un zorro: “De manera que, ya que se ve obligado a comportarse como bestia, conviene que el príncipe se transforme en zorro y en león, porque el león no sabe protegerse de las trampas ni el zorro protegerse de los lobos. Hay, pues, que ser zorro para conocer las trampas y león para espantar a los lobos. Los que sólo se sirven de las cualidades del león demuestran poca experiencia. Por lo tanto, un príncipe prudente no debe observar la fe jurada cuando semejante observancia vaya en contra de sus intereses y cuando hayan desaparecido las razones que le hicieron prometer. Si los hombres fuesen todos buenos, este precepto no sería bueno; pero como son perversos, y no la observarían contigo, tampoco tú debes observarla con ellos. Nunca faltaron a un príncipe razones legitimas para disfrazar la inobservancia. ”
5. El príncipe debe evitar ser despreciado u odiado: “Trate el príncipe de huir de las cosas que lo hagan odioso o despreciable, y una vez logrado, habrá cumplido con su deber y no tendrá nada que temer de los otros vicios. Hace odioso, sobre todo, como ya he dicho antes, el ser expoliador y el apoderarse de los bienes y de las mujeres de los súbditos, de todo lo cual convendrá abstenerse. Porque la mayoría de los hombres, mientras no se ven privados de sus bienes y de su honor, viven contentos; y el príncipe queda libre para combatir la ambición de los menos que puede cortar fácilmente y de mil maneras distintas. Hace despreciable el ser considerado voluble, frívolo, afeminado, pusilánime e irresoluto, defectos de los cuales debe alejarse como una nave de un escollo, e ingeniarse para que en sus actos se reconozca grandeza, valentía, seriedad y fuerza. Y con respecto a los asuntos privados de los súbditos, debe procurar que sus fallos sean irrevocables y empeñarse en adquirir tal autoridad que nadie piense en engañarlo ni envolverlo con intrigas. ”
6. Algunas cualidades positivas del príncipe: ser capaz de afrontar grandes empresas, encontrar soluciones ingeniosas para los problemas, credibilidad y seriedad, ser prudente en su política de alianzas y amar la virtud, honrando a los ciudadanos que destaquen en las artes y creando condiciones seguras para que todos puedan dedicarse a sus propios quehaceres.
7. El príncipe ha de elegir a los mejores como sus secretarios o ministros, con la única condición de que estén dispuestos a trabajar buscando el bien del príncipe y no el suyo propio. Igualmente, debe desconfiar de los aduladores.
Independientemente de la valoración moral que nos pueda sugerir la teoría presentada en El príncipe, hay que subrayar que se trata de una teoría política y que el gran mérito de Maquiavelo consiste, entre otras cosas, en afirmar la autonomía de la política que, por así decirlo, funciona con sus propias reglas y no con las de la moral o la religión. En este sentido, es un primer paso hacia una reflexión exclusivamente política, sin ningún tipo de interferencias, por lo que se podría decir que gracias a enfoques como el suyo se van dando pasos hacia la consolidación de la ciencia política. A este respecto serán sucesores de
Maquiavelo autores como Hobbes, Locke o Rousseau: desde perspectivas bien distintas abordarán el problema del poder político con una libertad de la que no gozaron muchos de sus predecesores. En ellos encontramos las semillas de lo que será la democracia moderna, una nueva manera de organizar y distribuir el poder. Sobre ella y sus implicaciones en la concepción de la política girará parte de la obra del siguiente autor que vamos a estudiar.

Thomas Hobbes: el poder absoluto como garantía de la paz

La filosofía política de Thomas Hobbes profundiza en el distanciamiento progresivo de la política respecto a otras disciplinas, impulsando el contractualismo: no somos sociables o “animales políticos” por naturaleza sino por convención, porque decidimos vivir con otros y crear instituciones que regulen la vida social y política. El siglo de Hobbes fue decisivo para la historia de Inglaterra, que sufrió una guerra civil desde 1642 hasta 1651, en la que se enfrentaron los partidarios de la monarquía y los parlamentaristas. Años más tarde, la Carta de los derechos de 1689 imponía ciertas condiciones para la sucesión monárquica, alumbrando la primera democracia moderna de Europa. Hobbes (1588-1679) no llegó a ver completada la transición a la democracia, pero sí la guerra civil que en su opinión es la mayor desgracia que le puede ocurrir a un país, siendo la misión de la política el evitar dicha guerra por todos los medios.
El punto de partida del contractualismo hobbesiano es un estado de naturaleza que se plantea a modo de hipótesis: no es difícil imaginar que, en un primer momento, los seres humanos contaban con las mismas cualidades. La igualdad es el punto de partida: aunque alguien pueda destacar más en algún aspecto, es más que probable que carezca de otros y no hay nadie que reúna en sí todas las cualidades humanas en un grado tan alto que se pueda considerar superior a los demás. En este estado inicial, cada uno busca la satisfacción de sus deseos y apetitos, lo cual le lleva a competir con los demás: hay “una igualdad en la esperanza de conseguir nuestros fines”. En tanto que todos los seres humanos tendrían derecho ilimitado a todas las cosas, nos encontraríamos en una guerra de todos contra todos, en la que el miedo sería uno de los componentes esenciales de la vida humana: en cualquier momento se nos podría arrebatar lo que más apreciamos y jamás podríamos tener garantía alguna de que pueda existir algo así como la justicia, concepto que carece de sentido en una sociedad pre política. En este estado de naturaleza la agresión, la miseria y la precariedad pueden convertirse en experiencias cotidianas, por lo que es preciso encontrar la manera de fijar unas normas elementales de convivencia. Sería imposible progreso alguno en la sociedad: “la vida del hombre es solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta”.
Esta es precisamente la función del contrato social: si todos renuncian a algunas de sus libertades y derechos, se crea una nueva entidad, el estado, que ha de asumir entre otras funciones la de garantizar la seguridad a los ciudadanos, de los que emana la única soberanía posible. El Leviatán, monstruo mitológico que aparece en el antiguo testamento, le sirve a Hobbes de símbolo de este poder creado entre todos: al constituirse a partir de la voluntad de renunciar a libertades y derechos, se convierte en un poder absoluto y sin límites, al que todos los ciudadanos han de servir en la medida que les garantice la seguridad y la estabilidad necesarias para poder llevar a buen término sus vidas privadas, con sus proyectos y deseos.
Hobbes expresa esta idea del pacto social en el siguiente texto:

“El único modo de erigir un poder común que pueda defenderlos de la invasión de extraños y de las injurias entre ellos mismos, dándoles seguridad que les permita alimentarse con el fruto de su trabajo y con los productos de la tierra y llevar así una vida satisfecha, es el de conferir todo su poder y toda su fuerza individuales a un solo hombre o a una asamblea de hombres que, mediante una pluralidad de votos, puedan reducir las voluntades de los súbditos a una sola voluntad. O, lo que es lo mismo, nombrar a un individuo o a una asamblea de individuos que representen a todos, y responsabilizarse cada uno como autor de todo aquello que haga o promueva quien ostente esa representación en asuntos que afecten la paz y la seguridad comunes y, consecuentemente, someter sus voluntades a la voluntad de ese representante, y sus juicios respectivos, a su juicio.”
(Thomas Hobbes, Leviatán, capítulo 17)

Hobbes entiende que este poder creado de manera artificial puede ser monárquico, aristocrático o democrático, dependiendo de si es ocupado por una sola persona, por varias o por toda una asamblea. En su opinión hay razones prácticas para preferir la monarquía, ya que las decisiones se tomarán de una forma más rápida y eficaz. Por si esto fuera poco, los puestos de la asamblea son ocupados en una democracia por los ricos, no por los que atesoran un mayor conocimiento. Y existen además decisiones cruciales para el estado en las que la discreción es una condición irrenunciable, siendo mucho más difícil de mantener en una asamblea de muchos que en un gobierno de uno solo. No hay que perder de vista que todo ser humano puede representar al pueblo pero también a sí mismo, por lo que el interés público y el privado pueden entrar en conflicto. En el caso de la monarquía ambos están más unidos que en la democracia, en la que los diferentes representantes pueden aprovechar su poder para buscar su beneficio personal. El gobierno de la asamblea puede compararse, a ojos de Hobbes, con el caprichoso gobierno del niño: los representantes pueden tener comportamientos arbitrarios, basados en actitudes infantiles que pierden de vista el bien común.
Como consecuencia de esto, Hobbes se muestra partidario de un gobierno monárquico con poder absoluto. Esta tesis ha resultado criticada por los defensores de la democracia, tratando de asimilar la teoría de Hobbes con los movimientos totalitarios del siglo XX. Nada más lejos de la intención de Hobbes: en el Leviatán explica que la función del monarca es garantizar la paz y la seguridad de todos los súbditos, fomentando y protegiendo su libertad, entendida como la “ausencia de oposición”. Hobbes define al hombre libre como “aquel que, en aquellas cosas que puede hacer en virtud de su propia fuerza e ingenio, no se ve impedido en la realización de lo que tiene voluntad de llevar a cabo”. En consecuencia, el Estado es la creación artificial de todos los individuos que renuncian a una parte su libertad con el fin de que se le asegure que el resto de la misma será respetado y protegido. La finalidad del Estado no es por tanto la búsqueda de la satisfacción y beneficio personal del monarca, sino el mantenimiento de un orden social que permita el desarrollo de la vida de los individuos. Nada hay, en este sentido, más alejado de la teoría de Hobbes, que los movimientos totalitarios del fascismo y del comunismo.

Max Weber: poder, dominación y legitimidad

El sociólogo y politólogo alemán Max Weber asume, al igual que Maquiavelo, que el concepto de poder es uno de los más importantes de la política. Uno de sus textos más conocidos y accesibles es La política como vocación. Parte de una concepción muy amplia de la política:
“actividad directiva autónoma”. En este sentido de la palabra se dice que hay, por ejemplo, política fiscal, educativa, empresarial... y que una asociación o un club deportivo cuentan también con una política propia. Si lo llevamos al ámbito del estado y la toma de decisiones en los asuntos que nos afectan a todos, Weber entiende la política como aquella actividad que viene respaldada por el uso legítimo de la violencia. Cada una de las instituciones públicas representan al estado, que cuenta con lo que Weber denomina “monopolio de la violencia física legítima”.
En un principio, todos asumimos que la toma de decisiones es válida precisamente cuando procede de un estado democráticamente organizado y es por esto que la respuesta ante una infracción de la ley o un enfrentamiento a la autoridad del estado puede consistir en el empleo de la fuerza física. La actuación agresiva no está justificada porque sea ejercida por tal o cual persona, sino por el sistema que le respalda y al que representa, y que regula en realidad el uso de la misma en toda la sociedad. Así, en este contexto más específico cabría enunciar una segunda acepción de política, mucho más ligada a este concepto físico del poder: “aspiración a participar en el poder o a influir en la distribución del poder entre los distintos Estados o, dentro de un mismo Estado, entre los distintos grupos de hombres que lo componen”. Las motivaciones del político pueden ser muy variadas: egoísmo personal, búsqueda del bien del estado, simple disfrute del poder, colaborar en la resolución de conflictos, autoafirmación…
Una de las claves de la democracia consiste precisamente en cómo se justifica y legitima el poder y la violencia que está asociada al mismo. En último término, todo sistema político descansa en la autoridad de la toma de decisiones: de alguna manera, la población ha de sentirse identificada y vinculada con las diferentes políticas. Weber analiza las diferentes maneras de legitimar la autoridad política y la dominación, y las concreta en las siguientes:
1. Legitimidad tradicional: es la autoridad construida sobre la costumbre, sobre maneras de gestionar el poder que se vienen poniendo en práctica durante siglos y que nadie se atreve a cuestionar por la sencilla razón de que “siempre se ha hecho así”. El propio Weber lo describe de esta manera: “la legitimidad del eterno ayer, de la costumbre consagrada por su inmemorial validez y por la consuetudinaria orientación de los hombres hacia su respeto. Es la legitimidad tradicional, como la que ejercían los patriarcas y los príncipes patrimoniales antiguos.”
2. Legitimidad carismática: en este caso el poder viene justificado por las especiales características o cualidades personales de quien lo ocupa. Se trata habitualmente de una persona admirada por su carisma, por su influencia sobre los demás, conseguida no necesariamente por la fuerza física, sino principalmente por sus virtudes. En palabras de Weber: “la autoridad de la gracia (Carisma) personal y extraordinaria, la entrega puramente personal y la confianza, igualmente personal, en la capacidad para las revelaciones, el heroísmo u otras cualidades de caudillo que un individuo posee. Es esta autoridad carismática la que detentaron los Profetas o, en el terreno político, los jefes guerreros elegidos, los gobernantes plebiscitarios, los grandes demagogos o los jefes de los partidos políticos”.
3. Legitimidad legal-racional: aunque haya algún precedente, será principalmente a partir de la modernidad cuando la dominación venga respaldada por un procedimiento en el que se aplican una serie de reglas que garantizan que la decisión resultante sea legítima y vinculante. En cierta manera, esta legitimidad implica una confianza en el sistema de decisión por parte de los ciudadanos, que esperan que los políticos cumplan siempre estas normas que dan validez a la decisión que de ellas emane.
Weber lo explica así: “Tenemos, por último, una legitimidad basada en la legalidad, en la creencia en la validez de preceptos legales y en la competencia objetiva fundada sobre normas racionalmente creadas, es decir, en la orientación hacia la obediencia a las obligaciones legalmente establecidas; una dominación como la que ejercen el moderno servidor público y todos aquellos titulares del poder que se asemejan a él.”
Esta clasificación no ha de entenderse en un sentido histórico: Weber no pretende perfilar una especie de evolución desde la legitimidad tradicional a la legal-racional. Más bien hemos de entender que su teoría nos sirve para analizar en cada caso quién toma las decisiones y por qué se consideran válidas. Así, podría darse el caso de países que pasan de un tipo de legitimidad a otro, para terminar volviendo al anterior. A esto hay que añadir un punto de vista lo más amplio posible, trascendiendo incluso el ámbito de la política. Una empresa familiar, por poner un ejemplo, pondrá en práctica probablemente la legitimidad tradicional, mientras que un equipo deportivo suele identificarse más con la carismática. En el caso del estado no hay unanimidad: cada país aplicará uno u otro criterio de legitimidad en función de su historia, sus condiciones socioeconómicas y su propia cultura.
Si proyectamos la distinción de los tres tipos de autoridad al terreno político en muchos de los países europeos a comienzos del siglo XX, constatamos que la mayoría de ellos estaban funcionando ya de una manera democrática, por lo que la dominación legal-racional prima sobre las otras dos. Este tipo de dominación genera un nuevo ámbito profesional, la política, a la que se dedican dos tipos de personas: los que viven de la política y los que viven para la política. En opinión de Weber, los primeros son aquellos que se entregan a los partidos y aspiran a ocupar un puesto que les garantice económicamente un buen nivel de vida.
Necesitan la política para vivir, ya que es su única fuente de ingresos. Frente a estos, los que viven para la política no necesariamente han de encontrar en ella su fuente de ingresos: más bien suelen ser en democracia grandes empresarios o abogados, profesionales liberales con la suficiente independencia económica como para dedicar su tiempo a la gestión del poder.
Weber habla así de una plutocracia: detrás de toda democracia se esconde, en la maquinaria de los partidos, un gobierno de los que ostentan el control económico. La teoría de Weber desemboca en una visión elitista de la política, prolongando las ideas de Pareto, Mosca y Michels: son las élites económicas y sociales las que controlan las democracias y hacen que estas avancen. De esta manera, los más ricos pueden orientar las decisiones también hacia sus intereses particulares. Los partidos se convierten en “máquinas de gestionar poder”, manejadas por líderes que convierten a los miembros del parlamento en “borregos votantes perfectamente disciplinados”, distribuyendo cargos en función de “los servicios prestados al partido”.

Hay otra consecuencia de la extensión de este tipo de dominación: el funcionariado y la burocracia. Si queremos que todo esté justificado por reglas y procedimientos ha de quedar un registro de su aplicación en todos los órdenes y ello obliga a la creación de un nutrido grupo de funcionarios que son los señores de la burocracia, un mecanismo igualador y garantista. La casta funcionarial, por encima incluso de la clase política, contribuye a dar continuidad y estabilidad a un estado: cada vez que hay elecciones se pueden producir cambios importantes en la dirección de un país, pero no entre sus trabajadores. El funcionariado cumple una doble función: referencia y ayuda para los nuevos dirigentes y a la vez sigue prestando un servicio a los ciudadanos. Y es aquí donde entra en juego la segunda característica: la burocracia. No hay otra manera de registrar la mayoría de acciones y relaciones de los ciudadanos con el estado que no sea por medio de la burocracia. Aunque suela ser uno de los rasgos que más hastían a la población, Weber se muestra un claro defensor de la misma: asegura la neutralidad y la objetividad. Puede que implique una ralentización del sistema político y social, pero su contrapartida es bien clara: deja testimonio escrito de todas las gestiones y procesos públicos y en cierta forma es una condición irrenunciable para fortalecer valores como la transparencia y la imparcialidad, tan necesarios en democracia.
Pese al tono crítico y un tanto escéptico de Weber, el sociólogo alemán se atreve aún a realizar un perfil del auténtico político, de aquel que ha de ejercer esta actividad con una vocación verdadera. Tres son, en su opinión, las virtudes que han de acompañarle: pasión, sentido de la responsabilidad y mesura. Los políticos que cuentan con estas características son los más necesarios dentro de un sistema en el que se tiende a una profesionalización mal entendida, aspirando más a “vivir de” la política que “para” la política. Muchos son los obstáculos que ha vencer quien de verdad entiende y desea que la política se aproxime al bien de la sociedad más que al personal: la lucha dentro del partido, la vanidad, las diferentes ofertas de enriquecimiento personal… y sobre todo hacer frente a un contexto en el que su actitud no suele ser la más extendida o la dominante. Todas las dificultades que aparezcan no han de impedir que el auténtico político, el que siente la vocación de mejorar la sociedad en la que vive, persevere en su intento de llevar a cabo la política como una actividad que puede redundar en beneficio de todos, tal y como recoge Weber en el párrafo final de La política como vocación, que, como no podía ser de otra manera representa un canto y una defensa a la auténtica actividad política:
“La política estriba en una prolongada y ardua lucha contra tenaces resistencias para vencer, lo que requiere, simultáneamente, de pasión y mesura. Es del todo cierto, y así lo demuestra la Historia, que en este mundo no se arriba jamás a lo posible si no se intenta repetidamente lo imposible; pero para realizar esta tarea no sólo es indispensable ser un caudillo, sino también un héroe en todo el sentido estricto del término, incluso todos aquellos que no son héroes ni caudillos han de armarse desde ahora, de la fuerza de voluntad que les permita soportar la destrucción de todas las esperanzas, si no quieren mostrarse incapaces de realizar inclusive todo lo que aún es posible. Únicamente quien está seguro de no doblegarse cuando, desde su punto de vista, el mundo se muestra demasiado necio o demasiado abyecto para aquello que él está ofreciéndole; únicamente quien, ante todas estas adversidades, es capaz de oponer un “sin embargo”; únicamente un hombre constituido de esta manera podrá demostrar su “vocación para la política”.”

La crítica del poder: la Escuela de Frankfurt

Tanto Maquiavelo como Hobbes o Weber ofrecen una teoría realista: la política tiene que ver con el poder y el ser humano se presta a participar en un juego que tiene como finalidad imponer la propia voluntad, alcanzar la mayor cuota de poder. Como no podía ser de otra manera, caben también otros análisis del poder, entre los que hay que destacar una perspectiva crítica. Si revisamos nuestra historia reciente, uno de los hechos que han marcado las últimas décadas de la civilización occidental es sin duda el totalitarismo del siglo XX, que desembocó en la segunda guerra mundial y el holocausto. El nazismo trajo consigo la persecución de muchos intelectuales (científicos, literatos, filósofos...) que se vieron obligados a abandonar Alemania. Precisamente en los años previos a la ascensión del nazismo se fundó en Frankfurt el Instituto para la Investigación Social, con la intención de reunir a un grupo de filósofos, sociólogos, economistas y psicólogos que de un modo interdisciplinar trabajarían en común en favor de una sociedad mejor. Se trata de los autores de la Escuela de Frankfurt, que pretendieron elaborar una teoría crítica, capaz de convertirse en un factor de cambio y evolución social. La teoría crítica combina sociología, psicología y economía para superar la frontera que existe entre la teoría y la praxis, uno de los rasgos característicos de la teoría tradicional. De esta manera, se entiende que el pensamiento crítico es un motor de transformación social, admitiendo que estamos ante procesos sociales y culturales de largo alcance y que requieren de periodos históricos prolongados para dar sus frutos. Precisamente, una de las claves de este proyecto es la crítica del poder, que se concreta en diversas ideas defendidas por algunos de los autores de la escuela de la siguiente manera:
1. Para Max Horkheimer el totalitarismo muestra el lado más bárbaro y terrible del poder político. Lo definitorio de este poder desmesurado es que logra hacerse presente en todos los ámbitos de la vida, desde las instituciones hasta las vivencias cotidianas. En uno de sus textos, Autoridad y familia, explica que una de las claves de la extensión del nazismo consistió en lograr instalarse en la vida diaria del pueblo alemán, llegando a extender sus valores e ideas incluso a través de la familia. En opinión de Horkheimer, la familia es el núcleo elemental de toda sociedad y el totalitarismo nazi representa un poder omnímodo que logra perpetuarse gracias a que conceptos como el de autoridad y disciplina, entendidas en un sentido cercano a la política e incluso al poder militar, anidaron en las familias que pusieron en práctica de manera mecánica los ideales nazis. El poder trasciende las fronteras de la política y logra que los vecinos se vigilen entre sí y estén dispuestos incluso a delatar a familiares o a las personas cercanas. La tarea de la filosofía y de la teoría crítica tiene que consistir en rebelarse contra este proceso y denunciarlo, asumiendo esta crítica del poder como una actitud permanente.
2. Una de las obras más conocidas de Horkheimer fue escrita en colaboración con Th. W. Adorno, otro de los grandes representantes de la Escuela de Frankfurt. Se trata de Dialéctica de la Ilustración, en la que los conceptos de mito y logos (o Ilustración) se presentan de una forma dinámica, en diálogo permanente. El proyecto ilustrado ha convertido la razón en un mito y aquí radica el origen de una actitud de dominación y explotación, tal y como aparece en la ciencia, la tecnología y la política. Cuando la ciencia y la tecnología se interpretan como fines en sí mismos, se revelan como estrategias de dominación y explotación de la naturaleza. Valga la expresión: totalitarismo del ser humano sobre su entorno, ejecutado por una razón instrumental que se limita a calcular los medios para fines dados, sin cuestionar la validez de los mismos. Esta manera de comprender la ciencia y la tecnología es aprovechada por sistemas políticos que instrumentalizan la vida de los seres humanos. La ciencia y la tecnología son otras formas de manifestar el poder y están en la base del totalitarismo tanto como el propio sistema político. La Ilustración, como proyecto histórico mitificado, ha conducido inesperadamente a las cámaras de gas, el símbolo más atroz e inhumano del poder.
3. La industria cultural es otra de las instancias que se alían con el poder. Su finalidad no es otra que el mero entretenimiento en el peor sentido de la palabra. Los grandes espectáculos de masas y los productos mercadotécnicos unifican mentalidades y vidas según la conveniencia del poder de turno. Gracias a la industria cultural se puede controlar el pensamiento dominante e incluso la crítica al mismo, que siempre será bienvenida cuando se contente con reflejarse en productos que de una forma u otra pueden estar dominados por el sistema dominante. A este respecto, la utilización de la cultura como anestésico social está presente en todas las épocas y el capitalismo no es una excepción. Desde la industria cultural se ofrece al ciudadano una visión completa de las cosas, una filosofía ready-made que no exige un mayor esfuerzo. Y para quien pueda estar en desacuerdo, existen corrientes alternativas igualmente uniformizadas por el poder económico y político.
4. La consecuencia lógica de todas estas ideas es la aparición de un nuevo tipo de ser humano, que da título a una de las obras de Herbert Marcuse: El hombre unidimensional. Vivir para trabajar, trabajar para consumir: esta es la propuesta de las sociedades industriales capitalistas. Este es el modelo de vida impuesto por el poder político y económico y consagrado por los grandes medios de comunicación de masas, que nos ofrecen modelos de seres humanos que están perfectamente engarzados en el sistema: quienes más tienen son siempre los modelos a seguir. La cultura, la autonomía moral y la propia reflexión son valores en extinción en una sociedad que sólo cuenta con el ser humano como una pieza más del sistema de producción y de consumo. El totalitarismo político del nazismo deja su espacio a un nuevo totalitarismo económico, en el que poco importa el individuo: no pensar es una de las virtudes más valoradas por el poder, capaz de convertir la obediencia a las pautas económicas y sociales en una norma suprema. Somos unidimensionales porque seguimos todos por un camino muy similar: vivimos y pensamos de la misma manera. Se trata de uno de los mayores logros a los que puede aspirar el poder: las democracias capitalistas crean ilusiones de libertad, que no consiguen esconder la fuerza de los diferentes mecanismos encargados de homogeneizar vidas humanas y mentalidades.
5. Desde el campo de la psicología, Erich Fromm también elaborará una crítica del capitalismo, un sistema que en su opinión imposibilita la felicidad del individuo, al obligarle a valorar más el tener que el ser (Del tener al ser), y fortaleciendo condiciones que impiden relaciones auténticamente humanas, como el amor (El arte de amar), la amistad o la solidaridad. Por así decir, el capitalismo y la democracia asociada al mismo produce seres que tienden a la infelicidad, conscientes de que sirven más al sistema que a sí mismos. La teoría de carácter humanista que desarrolló Fromm es a contraluz una teoría crítica del poder y de la influencia que tiene en la insatisfacción de cada ser humano. La economía y la política son también factores que contribuyen a crear sociedades enfermas.
6. Para completar en la medida de lo posible algunas de las ideas de la Escuela de Frankfurt, cabe hacer referencia a la concepción de la historia de Walter Benjamin.
Frente a las concepciones habituales, centradas en los sucesos protagonizados por los grandes personajes, Benjamin nos presenta una historia rota, fragmentaria y negativa.
El poder no sólo domina el presente, sino también el pasado: la historia lo es siempre de los vencedores. Por ello, Benjamin cree que la crítica del poder tiene también la obligación de reescribir el pasado, no para juzgarlo, pero sí para subrayar el sufrimiento, el dolor y la barbarie. La ruina es, en este sentido, todo un símbolo de nuestro pasado pues también como seres humanos descendemos de la ruina. Esta historia negativa nos ofrece, valga la redundancia, el negativo del poder, su cara oculta, aquello que habitualmente no muestra. Benjamin lo expresó en su estilo fragmentario de la siguiente manera: “Jamás se da un documento de cultura sin que lo sea a la vez de la barbarie. E igual que él mismo no está libre de barbarie, tampoco lo está el proceso de transmisión en el que pasa de uno a otro.”

¿Es posible una sociedad sin poder? La teoría anarquista

Nuestra presentación de las teorías filosóficas en torno al poder político no estaría completa si no hiciéramos referencia a uno de los movimientos intelectuales que, como negación, más ha reflexionado sobre este concepto: el anarquismo. Esto pudiera parecer contradictorio, ya que el anarquismo es en cierto modo la teoría del no-poder. O quizás habría que decir una pluralidad de teorías: no es fácil identificar con una sola línea o sistema de pensamiento un conjunto de ideas que precisamente reniegan del sistema, la escuela y la academia. Si el orden representa, en cierto modo, una imposición, los anarquistas nunca han gustado de identificarse con manifiestos, credos o grandes teorías. A esto hay que añadirle la asociación que suele establecerse entre el anarquismo y la violencia: en lugar de criticar las ideas que proponen sus autores más representativos, se suele caer en la descalificación de acciones violentas reivindicadas por individuos que se dicen anarquistas. Este extremo es señalado por Félix García Moriyón, uno de los mayores estudiosos españoles del anarquismo. En Del socialismo utópico al anarquismo nos ofrece una definición amplia de este movimiento: “una determinada corriente del pensamiento socialista y del movimiento obrero, que tiene su aparición y desarrollo en los siglos XIX y XX, y que se diferencia de las demás corrientes socialistas por su especial énfasis en la crítica al Estado y por una defensa radical de la libertad individual compatible con la solidaridad, para lo cual propone un modelo autogestionario de sociedad.” A partir de esta definición, y siguiendo el texto de García Moriyón, cabría identificar con las siguientes las principales ideas del anarquismo:
1. El anarquismo frente a las grandes “utopías”: desde un primer momento, los autores anarquistas tomaron distancia respecto al socialismo utópico (Owen, Saint Simon y
Fourier), que esperaba de manera un tanto ingenua la disolución del capitalismo para dar paso a una nueva forma social idílica, en la que la equidad fuera una realidad. Los autores anarquistas se posicionan mucho más cerca del conflicto social y a su alrededor surgen causas sociales más modestas, pero realizables: igualdad hombre- mujer, universalización de la educación, inclusión social, liberación sexual, lucha contra la marginación… Los anarquistas siempre han mostrado una gran sensibilidad hacia este tipo de reivindicaciones.
2. El poder es capaz de degradar la naturaleza humana, por lo que siempre hay que desconfiar del mismo. La corrupción no es un suceso aislado y puntual, algo que ocurra de manera accidental en los círculos de poder. Para los anarquistas el poder corrompe siempre y a todos: nadie se escapa a su capacidad desmoralizante. Los diferentes organismos e instituciones en los que se encarna son igualmente perversos por definición: la corrupción alcanza a todos los niveles y órdenes del Estado.
3. Como consecuencia de esto, hemos de aceptar que por definición todo gobierno es malo y está usurpando la propia conciencia y capacidad de decisión del individuo. El gobierno podría asemejarse a una esclavitud ya que dicta normas de obligado cumplimiento a los individuos, sin respetar su capacidad de decidir por sí mismo. Los anarquistas asumen como propia una crítica de inspiración marxista: toda acción de gobierno representa los intereses de una clase determinada y parece ignorar que el poder se encuentra en la base de la sociedad y no en su cúspide. Ante esta inversión inaceptable, tan sólo cabe una vía: la acción que conduzca a la revolución.
4. El anti teísmo: más que un concepto, Dios es uno de los símbolos que perseguirán abiertamente los anarquistas. Para ellos, representa un poder que niega al ser humano y en este sentido la misma idea de Dios genera opresión y persecución. El ateísmo no basta: es preciso ser anti teísta. Más allá de negar la existencia de Dios, los anarquistas tratan de luchar contra quienes defienden su existencia, dando un paso más desde un ateísmo “intelectual” a un anti teísmo activo, práctico y militante. Liberar el ser humano implica negar la idea de Dios e incluso perseguirla. Una consecuencia de esto será el anticlericalismo que siempre ha caracterizado a los anarquistas: la iglesia es también una institución de poder y como tal corrompe y genera esclavitud, abanderando siempre los intereses particulares de sus jerarcas y dirigentes. Por eso no es de extrañar que, a ojos de los anarquistas, la iglesia esté siempre aliada con el poder.
En su vertiente positiva y afirmativa, el anarquismo pretende presentarse como el gran movimiento a favor de la libertad, que es quizás el concepto fundamental de toda la teoría anarquista. Si tiene sentido la crítica al poder, el Estado, Dios o la religión es precisamente porque se asumen como limitadores o negadores de la libertad. Tal y como se concibe en el anarquismo, la libertad se concreta en los siguientes rasgos:
1. En primer lugar, asumiendo ideales ilustrados, la libertad es principalmente autonomía, capacidad de ser el dueño de sí mismo y decidir por uno mismo. Nadie ha de entrometerse en la libertad individual, que es considerado un valor absoluto dentro de la sociedad.
2. La libertad implica también aceptar las leyes de la naturaleza. Aunque pudiera parecer contradictorio, los anarquistas sostienen que el ser humano tan sólo puede aceptar las leyes de la naturaleza, ya que no le es posible escapar a las mismas. Esto no implica dar por buena cualquier propuesta que se pretenda “disfrazar” de natural: hay que mantener atento el pensamiento crítico, para separar lo que viene de la naturaleza de aquello que está condicionado por la sociedad. Las leyes de la naturaleza deben ser descubiertas por el propio sujeto y no impuestas por una casta científica. El conocimiento debe ser abierto y compartido.
3. La libertad es interpretada también en su capacidad creadora e innovadora. En un sentido que va mucho más allá de la ciencia y la técnica: podemos soñar sociedades mejores, distintas a las nuestras. Romper la rutina, vivir distinto, es posible si nos empeñamos en ello, si ponemos nuestra imaginación en esta tarea.
4. La libertad nos lleva necesariamente a la solidaridad y el apoyo mutuo. No hay libertad si el resto de la sociedad no es tan libre como el propio sujeto: de otra manera habrá opresión de la cual podremos ser más o menos cómplices. Es más, el anarquismo es también una llamada al compromiso: el conflicto nos obliga a tomar parte y sólo hay dos posibilidades: opresores u oprimidos. La libertad de cada uno se construye además en sociedad, por lo que jamás podremos encontrar en la libertad de los demás un límite o un obstáculo, sino más bien una opción de ayuda, un semejante con el que poner en práctica la solidaridad, o del que solicitarla.
El anarquismo se situaría en las antípodas del absolutismo y el totalitarismo. Entre estos opuestos, cabe encontrar diferentes teorías del poder, como las que hemos estudiado a lo largo del tema. Cada una ha de hacer frente a sus propias dificultades y contradicciones. Las experiencias totalitarias del siglo XX no pueden identificarse con el absolutismo hobbesiano, pero han puesto de manifiesto la capacidad de la política de crear sociedades inhumanas. En las antípodas de esto, no sería difícil encontrar personas que consideran que vivir en un estado
hobbesiano, obsesionado por la seguridad, no merece la pena. Las diferentes propuestas anarquistas muestran sus propias debilidades: su concepción del ser humano es demasiado optimista, rozando casi la ingenuidad, y la experiencia histórica nos demuestra la necesidad de un poder: las experiencias anarquistas han sido puntuales y cortas, no han logrado perdurar en el tiempo ni extenderse a grandes sociedades. El problema del poder es, en el fondo, el problema de la convivencia social de un ser humano que lleva dentro de sí tendencias altruistas y egoístas, inteligentes y estúpidas, sociales y antisociales, creativas y destructoras.

Dimensiones del poder

“La caída del hombre actual bajo el dominio de la naturaleza es inseparable del progreso social. El aumento de la productividad económica, que por un lado crea las condiciones para un mundo más justo, procura, por otro, al aparato técnico y a los grupos sociales que disponen de él una inmensa superioridad sobre el resto de la población. El individuo es anulado por completo frente a los poderes económicos. Al mismo tiempo, éstos elevan el dominio de la sociedad sobre la naturaleza a un nivel hasta ahora insospechado. Mientras el individuo desaparece frente al aparato al que sirve, éste le provee mejor que nunca. En una situación injusta la impotencia y la ductilidad de las masas crecen con los bienes que se les otorga. La elevación, materialmente importante y socialmente miserable, del nivel de vida de los que están abajo se refleja en la hipócrita difusión del espíritu. Siendo su verdadero interés la negación de la cosificación, el espíritu se desvanece cuando se consolida como un bien cultural y es distribuido con fines de consumo. El alud de informaciones minuciosas y de diversiones domesticadas corrompe y entontece al mismo tiempo.”
(Horkheimer, M., y Adorno, Th. W., Dialéctica de la Ilustración)

Preguntas para el comentario

1. Explica cuál es la idea esencial del texto
2. ¿Cuántos sentidos de la palabra “poder” se encuentran en el texto?
3. ¿Crees que el poder político, tal y como lo hemos estudiado, es el más importante para entender la manera de ser y vivir de los individuos? ¿Qué dirían los autores del texto?
4. Explica el significado de las expresiones subrayadas.
5. Valoración personal del texto

¿Cómo es posible el Estado?

“¿Qué es el soberano? ¿Cómo puede constituirse? ¿Qué es lo que une los individuos al soberano? Este problema, planteado por los juristas  monárquicos o antimonárquicos desde el siglo XIII al XIX, continúa obsesionándonos y me parece descalificar toda una serie de campos de análisis; sé que pueden parecer muy empíricos y secundarios, pero después de todo conciernen a nuestros cuerpos, nuestras existencias, nuestra vida cotidiana. En contra de este privilegio del poder soberano he intentado hacer un análisis que iría en otra dirección. Entre cada punto del cuerpo social, entre un hombre y una mujer, en una familia, entre un maestro y su alumno, entre el que sabe y el que no sabe, pasan relaciones de poder que no son la proyección pura y simple del gran poder del soberano sobre los individuos; son más bien el suelo movedizo y concreto sobre el que ese poder se incardina, las condiciones de posibilidad de su funcionamiento. La familia, incluso hasta nuestros días, no es el simple reflejo, el prolongamiento del poder de Estado; no es la representante del Estado respecto a los niños, del mismo modo que el macho no es el representante del Estado para la mujer. Para que el
Estado funcione como funciona es necesario que haya del hombre a la mujer o del adulto al niño relaciones de dominación bien específicas que tienen su configuración propia y su relativa autonomía.”
 (Michel Foucault, La microfísica del poder)

Preguntas para el comentario

1. Idea principal y estructura del texto.
2. Explica el significado de las expresiones subrayadas.
3. Según el texto, ¿es el poder político el más importante de todos? Explica la tesis de
Foucault y da tu punto de vista al respecto.
4. Verticalidad, Dominación, Parlamento, Red. ¿Cuál de estas palabras describe mejor la concepción del poder que aparece en el texto? Explica por qué.
5. Relaciona el texto con el anarquismo: ¿Qué crees que ocurriría si desaparecieran todas las relaciones de poder que describe el texto?