sábado, 7 de septiembre de 2013

Algunos apuntes sobre Filosofía Política

¿Hay que ser obligatoriamente embustero para ser Presidente?

Más bien, eso ayuda. Mal imaginamos cómo un hombre decidido a sacrificar su vida a la verdad podría hacer una carrera política, ya sea en el más bajo escalafón o en la cima. Pues, en materia de política, no existen más que dos cuestiones: ¿cómo acceder al poder? Y una vez alcanzada la cima, ¿cómo mantenerse en ella? Los dos interrogantes tienen la misma respuesta: todos los medios son buenos. Llamamos maquiavelismo a este arte de apartar completamente la moral para reducir la política a puros problemas de fuerza. En otros términos, principalmente los del decir popular: el fin justifica los medios: todo es bueno, con tal de que se obtenga lo que se perseguía. Desde esta perspectiva, la mentira proporciona un arma temible y eficaz.
El acceso al poder supone la demagogia, es decir, la mentira para con el pueblo. Los candidatos a las funciones oficiales han renunciado desde siempre a la verdad para limitarse a sostener un discurso adulador destinado a los electores: pueblo francés2, excepcional, genial, ancestral, inventivo, creador, etcétera. En lugar de atender al interés general que la función demanda, el político ansioso de mandato busca muy a menudo el asentimiento de la mayoría -cincuenta y uno por ciento, eso basta. Para obtenerlo, alaga, seduce, engatusa y promete, tiene un propósito útil para recoger los votos, pero ninguna intención de hacer honor a sus promesas –de las cuales afirmará, más tarde, que solo comprometen a quienes las creyeron.

El motor de los mentirosos

La mentira destinada a aumentar las intenciones de voto, a crear una dinámica electiva, a falsear los sondeos se duplica con una mentira sobre el adversario con el fin de desacreditarlo. Nunca se le reconoce talento, inteligencia o mérito, todo lo que propone es malo, está mal hecho, perdido de antemano. Esta categoría de hombres o mujeres jamás sale de la lógica gubernamental u opositora: la verdad es relativa al campo en el que uno se encuentra, verdad es todo lo que piensa y hace el candidato defendido, erróneo todo lo que procede de su adversario. No hay un absoluto para la verdad que permita pensar en términos de interés general, de destino del país, de salud de un Estado, del papel de la nación en el planeta, y que permitiría reconocer al opositor, por poco que fuese, algo de virtud, sobre todo, cuando sus propuestas van en ese sentido; nada de verdad absoluta, por tanto, sino una subjetividad, verdades de circunstancia.
Mentira dirigida al pueblo, al adversario, pero también mentira sobre uno mismo: se ocultan las propias zonas sombrías, se borran las molestas huellas del trayecto, los fracasos, las blasfemias, las tomas de posición tajantes en función de la verdad del momento (respecto a la energía nuclear, civil o militar, la reducción del mandato presidencial a quinquenio, la realización de una Europa de moneda única, la supresión de la mili en provecho de un ejército profesional, las opiniones de los responsables políticos al más alto nivel cambian siguiendo las épocas y las estaciones electorales...). Y se pretende presentar un proyecto para el destino de Francia, cuando este se ha elaborado minuciosamente por gabinetes de consejeros en comunicación, con el fin de que corresponda al perfil del mejor producto vendible.
Cuando esas mentiras han seducido suficientemente a los electores como para que el poder no sea un objetivo, sino una realidad, se trata, segundo tiempo importante de la acción política en las democracias modernas, de mantenerse en su lugar. ¿Cómo quedarse? ¿De qué manera llegar hasta el final? ¿No irse? ¿Volver lo más rápido posible? Las mismas respuestas que en el caso precedente: todos los medios son buenos y, entre ellos, la mentira. Pues ningún político dice amar el poder por el disfrute que su ejercicio procura, nadie dice gustar de ese fuerte alcohol por la embriaguez que proporciona, sino que todos hablan de su obligación de permanecer por el bien de Francia y los franceses, para terminar lo que no ha dado tiempo a hacer, para realizar lo que no se ha tenido tiempo de hacer a causa del destino, de la fatalidad, de los otros, de la coyuntura —nunca de uno mismo.
Siempre triunfa la voluntad particular en detrimento del interés general.
Las células de información y de comunicación de las instancias de poder —el Estado o el Gobierno— ceban a los periodistas con informaciones creadas para seducir. Mentira, todavía allí, asociada a la propaganda, a la publicidad, llamada hasta hace poco reclamo. El verbo sirve para perjudicar, las palabras de un hombre de la oposición salen de su boca como si la realidad del poder no existiese, y valen para aumentar las promesas electorales, para dar lecciones, criticar, anunciar que se hará mejor, etc. Las declaraciones de un electo en el ejercicio del poder dan siempre la impresión de que se ha quedado en la oposición. Porque la función política obliga a una mentira particular, caracterizada por una práctica sofística.

Celebración del envoltorio, desprecio del contenido

Los sofistas eran grandes enemigos de Platón (428-347 a. de C). Para ellos, lo esencial reside en la forma, nunca en el fondo: poco importa lo que se dice, el contenido, el mensaje, el valor de la información o lo que las palabras anuncian para el futuro, pues solo cuenta la forma, la manera, la técnica de exposición. Antepasados de los publicistas, preocupados únicamente por vender un producto y atraer la atención sobre el envoltorio más que sobre el contenido, esos filósofos cobraban un alto precio por enseñar a hablar, exponer, seducir a la muchedumbre y asambleas sin ninguna consideración por las ideas transmitidas. El conjunto de los combates de Sócrates y Platón, su portavoz, persigue a esta calaña, esta profesión singular.
Para un sofista, la verdad reside en la eficacia. Es verdadero lo que alcanza sus fines y produce sus efectos. Es falso todo lo que malogra su meta. Fuera de la moral y de las consideraciones del vicio o la virtud, lo que importa, para los alumnos de los sofistas, es, en las condiciones de la democracia griega, tomar la palabra en la plaza pública, seducir a su auditorio, complacer y, sobre todo, obtener su voto para ser elegido y ocupar un escaño en las instancias decisorias. Mientras Sócrates enseña verdades inmutables, los sofistas -Protágoras (siglo v a. de C), Gorgias (hacia el 487- 380 a. de C), Hipias (segunda mitad del siglo va. de C), Critias, Pródico (siglo v a. de C.) y algunos otros- se vanaglorian de los méritos de la palabra seductora y el verbo arrebatador.
El arte de la política es un arte de la sofística, por lo tanto, de la mentira.
Para disimular esta evidencia, algunos teóricos del derecho incluso han forjado el concepto de razón de Estado, que permite justificar todo, sostener el silencio, intervenir como más alta instancia en el curso normal de la justicia, clasificar asuntos secretos de defensa o de Estado, negociar con terroristas a los que se pagan tributos o con Estados sanguinarios, pasar contratos discretamente para vender armas a los gobernantes oficialmente enemigos, porque contravienen el principio de los derechos del hombre, pero oficiosamente amigos, cuando pagan en moneda fuerte.
Abiertamente, la razón de Estado existe para evitar que las negociaciones importantes fracasen, para impedir una transparencia de la que se servirían los enemigos del interior (la oposición) o del exterior. En realidad, prueba que el Estado existe raramente para servir a los individuos, contrariamente a lo
Que se dice de él para justificarlo, sino que, al contrario, los individuos no existen más que para servirlo y que, en caso de negarse a obedecer, dicho Estado dispone, todopoderoso, de medios de coacción: la policía, los tribunales, el ejército, el derecho, la ley.
Sabedlo, no lo olvidéis, y votad si lo deseáis...

TEXTOS

Pierre Hadot (francés, nacido en 1922)
Revoluciona la historia de la filosofía antigua, griega y romana (del s. VI a. de C. al s. V d. de C), demostrando que en esta época la adopción de una filosofía obliga a modificar radicalmente la propia existencia con el fin de poner en conformidad su teoría y su práctica.

Los sofistas, mercaderes de apariencias
Mediante un sueldo, enseñan a sus alumnos las fórmulas que les permitirán persuadir a los auditores, defender con la misma habilidad el pro y el contra (antilogía). Platón y Aristóteles les reprocharán ser comerciantes en materia de saber, negociantes al por mayor y al por menor. De hecho, enseñan no solo la técnica del discurso que persuade, sino también todo lo que puede servir para conseguir la elevación del punto de vista que siempre seduce a un auditorio, es decir, la cultura general, y se trata entonces tanto de ciencia, de geometría o de astronomía, como de historia, de sociología o de teoría del derecho. No fundan escuelas permanentes pero proponen, a cambio de una retribución, series de cursos, y, para atraer a los auditores, hacen su propia publicidad dando conferencias públicas en las cuales ponen de relieve su saber y su habilidad. Son profesores ambulantes que permiten sacar provecho de su técnica no solo a Atenas, sino también a otras ciudades.
Así el arete, la excelencia, esta vez concebida como competencia, que debe permitir desempeñar un papel en la ciudad, puede ser objeto de un aprendizaje si el sujeto que la aprende tiene aptitudes naturales y se ejercita lo suficiente.

Platón (griego, 428-347 a. de C.)
Importantísima figura de la filosofía occidental. Propone su pensamiento en forma de diálogos. Idealista (hace primar la Idea sobre la Realidad, presentada como derivada de aquella) y dualista (separa lo real en dos mundos opuestos: el alma, lo inteligible, el cielo —positivos—, y el cuerpo, lo sensible, la tierra —negativos). El cristianismo le debe mucho.

  
La mentira, privilegio del gobernante

—Porque si hace un momento hemos hablado correctamente, y la mentira es en realidad inútil para los dioses, aunque útil para los hombres bajo la forma de un remedio, es evidente que semejante remedio debe ser reservado a los médicos, mientras que los profanos no deben tocarlos.
 —Es evidente.
—Si es adecuado que algunos hombres mientan, estos serán los que gobiernan el Estado, y que frente a sus enemigos o frente a los ciudadanos mientan para beneficio del Estado; a todos los demás les estará vedado. Y si un particular miente a los gobernantes, diremos que su falta es igual o mayor que la del enfermo al médico o que la del atleta a su adiestrador cuando no les dicen la verdad respecto de las afecciones de su propio cuerpo; o que la del marinero que no dice al piloto la verdad acerca de la nave y su tripulación ni cuál es su condición o la de sus compañeros.
—Es muy cierto.
—Entonces, si quien gobierna sorprende a otro mintiendo en el Estado.
Entre los que son artesanos: un adivino, un médico de males, un carpintero en maderas, lo castigará por introducir una práctica capaz de subvertir y arruinar un Estado del mismo modo que una nave.
 —Así será, siempre que los hechos se ajusten a nuestras palabras.

Nicolás Maquiavelo (italiano, 1459-1527)
Diplomático, poeta, autor de piezas teatrales y teórico de la política. Analiza como moderno las cuestiones específicas de lo político: soberanía, autoridad, libertad, fuerza, astucia, mentira, determinación. De acuerdo con esas ideas, establece el retrato del gobernante en su libro más importante: El Príncipe (1512).

Astucia de la zorra, fuerza del león

Debéis, pues, saber que existen dos formas de combatir: la una con las leyes, la otra con la fuerza. La primera es propia del hombre, la segunda de las bestias; pero como la primera muchas veces no basta, conviene recurrir a la segunda. Por tanto, es necesario a un príncipe saber utilizar correctamente la bestia y el hombre. Este punto fue enseñado veladamente a los príncipes por los antiguos autores, los cuales escriben cómo Aquiles y otros muchos de aquellos príncipes antiguos fueron entregados al centauro Quirón para que los educara bajo su disciplina. Esto de tener por preceptor a alguien medio bestia y medio hombre no quiere decir otra cosa sino que es necesario a un príncipe saber usar una y otra naturaleza y que la una no dura sin la otra.
Estando, por tanto, un príncipe obligado a saber utilizar correctamente la bestia, debe elegir entre ellas la zorra y el león, porque el león no se protege de las trampas ni la zorra de los lobos. Es necesario, por tanto, ser zorra para conocer las trampas y león para amedrentar a los lobos. Los que solamente hacen de león no saben lo que se llevan entre manos. No puede, por tanto, un señor prudente —ni debe— guardar fidelidad a su palabra cuando tal fidelidad se vuelve en contra suya y han desaparecido los motivos que determinaron su promesa. Si los hombres fueran todos buenos, este precepto no sería correcto, pero —puesto que son malos y no te guardarían a ti su palabra— tú tampoco tienes por qué guardarles la tuya. Además, jamás faltaron a un príncipe razones legítimas con las que disfrazar la violación de sus promesas. Se podría dar de esto infinitos ejemplos modernos y mostrar cuántas paces, cuántas promesas han permanecido sin ratificar y estériles por la infidelidad de los príncipes; y quien ha sabido hacer mejor la zorra ha salido mejor librado. Pero es necesario saber colorear bien esta naturaleza y ser un gran simulador y disimulador: y los hombres son tan simples y se someten hasta tal punto a las necesidades presentes, que el que engaña encontrará siempre quien se deje engañar.

El Príncipe (1 512), Alianza, Madrid, 1995, traducción de Miguel Ángel Granada

Material tomado de “Antimanual de Filosofía” de MICHEL ONFRAY
Lecciones socráticas y alternativas. Prólogo de José Antonio Marina. EDAF. MADRID - MÉXICO - BUENOS AIRES - SAN JUAN - SANTIAGO - MIAMI


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