Las
enseñanzas de Epicuro (341-270 a. C.), nacido en Samos, a pesar de no haber
ejercido gran influencia en la filosofía posterior, fueron muy estimadas en su
época, y sus máximas eran sumamente respetadas por sus contemporáneos.
Epicuro
fue el creador de una comunidad denominada "los filósofos del
jardín", puesto que era en el jardín de una casa que Epicuro adquirió en
Atenas donde un grupo, no solo de hombres sino también de mujeres (cosa
novedosa si la comparamos con el Liceo de Aristóteles o la academia de Platón)
se reunía para cultivar la amistad y la Filosofía. Estas dos eran para Epicuro
las claves para conseguir la felicidad, por consiguiente, a ellas dedicó su
vida. Y puesto que la Filosofía permitía alcanzar la felicidad, toda persona
debía dedicarse a ella. Así Io expresaba el autor:
"Ni
el joven postergue el filosofar ni el anciano se aburra de hacerlo, pues para
nadie está fuera de lugar, ni por muy joven ni por muy anciano, el buscar la
tranquilidad del alma. Y quien dice que no le llegado el tiempo de filosofar o
que ya se ha pasado, es semejante a quien dice que no ha llegado el tiempo de
buscar la felicidad o que ya ha pasado. Así, deben filosofar ancianos y
jóvenes: aquellos para enseñar a los jóvenes y estos para reunir al mismo
tiempo juventud y experiencia."
Pero ¿qué
era la felicidad para Epicuro? La felicidad estaba dada por la conjunción de
dos factores, la ausencia de preocupaciones (en griego, "ataraxia") y
el placer ("hedoné" en griego), razón por la cual se considera a
Epicuro uno de los principales representantes del hedonismo.
Analicemos,
entonces, dos factores.
En primer
lugar, ¿cuáles son las preocupaciones que el filósofo proponía evitar? Son fundamentalmente tres: el
temor a los dioses, el temor a la muerte y el temor al futuro.
Contrariamente
a lo que muchos detractores del epicureísmo afirmaban, Epicuro no parecería
haber sido ateo. Sin embargo, los dioses eran, para él, seres demasiado
alejados de nosotros, los humanos, y no se preocupaban por nuestras
vicisitudes, por lo que carecía de sentido temerles.
En cuanto
al temor a la muerte, Epicuro lo consideraba un sinsentido, puesto que "todo
bien y todo mal residen en Ia sensibilidad, y Ia muerte no es otra cosa que la
perdida de Ia sensibilidad misma".
También lo
expresaba el filósofo en otras palabras, las que se transformaron en una célebre
argumentación:
"La
muerte, pues, el más horrendo de los males, en nada nos pertenece, pues
mientras nosotros vivimos no ha llegado y cuando llegó ya no vivimos. Así, la
muerte no es contra nosotros ni contra los muertos pues en aquellos todavía no
está y en estos ya no está más."
Esta
concepción de Epicuro trasciende el tema de la muerte en sí. Detrás de ella
esconde una valoración de la vida fundamental en su filosofía. Lo que
nos propone no es una teoría abstracta sino, como muchos la han considerado, una
sabiduría de vida, caracterizada por el optimismo y la admiración ante la
existencia misma del mundo y del hombre. Esta afirmación de la vida fue
encarnada por el mismo Epicuro, quien
aun en los momentos finales de su vida, cuando afrontó con fortaleza y
optimismo la enfermedad renal que finalmente lo llevó a la muerte.
Por
último, carece también de sentido temerle al futuro, puesto que "el
futuro ni depende enteramente de nosotros ni tampoco nos es totalmente ajeno,
de modo que no debemos esperarlo como si hubiera de venir infaliblemente ni
tampoco desesperarnos como si no hubiera de venir nunca." Y ya que el
destino no existe, poseemos algunas cosas por
azar, y otras por obra nuestra, y son estas últimas las que debemos
atender.
El otro factor
para lograr la felicidad, juntamente con la "ataraxia" , es la
obtención del placer. ¿Debemos entender esto en el modo en que lo hicieron los
antecesores del epicureísmo, los cirenaicos, encabezados por Aristipo, que
sostenían que debe buscarse el placer del momento, sin atender a la
tranquilidad y al reposo espiritual? Definitivamente no. Hay dos
elementos que permiten diferenciar claramente la propuesta de Epicuro de la de
Aristipo. En primer lugar, Epicuro ponía especial empeño en diferenciar tres
tipos de deseos:
los
naturales y necesarios (por
ejemplo, satisfacer nuestro apetito con el simple y saludable pan de todos los
días),
los
naturales y no necesarios
(disfrutar de una comida sabrosa, así como disfrutar de los placeres
espirituales)
y los no
naturales ni necesarios (asistir a un opíparo banquete), a los que también
llama vanos o superfluos.
Los
placeres naturales no sólo son permisibles sino que son buenos; por el
contrario, el deseo de placeres superfluos debe ser evitado. Podemos afirmar por
esto que la ética hedonista es una ética naturalista, en tanto identifica lo
natural con lo bueno. En las palabras del autor, "todo placer es un
bien en la medida en que tiene por compañera a la naturaleza”. Los placeres vanos no son buenos
porque, a Ia Iarga, nos acarrearán dolor; no sólo son más difíciles de
conseguir, sino que además son más fáciles de perder.
"Tenemos
por un gran bien el contentarnos con Io suficiente, no porque siempre debamos
tener poco, sino para vivir con poco cuando no tenemos mucho, estimando por muy
cierto que disfrutan equilibradamente de Ia abundancia y Ia magnificencia los
que menos la necesitan, y que todo Io natural es fácil de conseguir mientras
que lo vano es muy difícil de obtener.
Asimismo, los alimentos fáciles y sencillos son tan sabrosos como los
complicados y costosos cuando se elimina todo lo que puede causarnos el dolor
de carecer de estos. EI pan ordinario y el agua producen el mayor de los
placeres cuando llega a obtenerlos un necesitado.
El
acostumbrarse, pues, a comidas simples y nada magníficas es útil para la salud,
lleva al hombre a preocuparse por las cosas necesarias para la vida, lo pone en
mejor disposición para concurrir de vez en cuando a los banquetes suntuosos y
lo prepara ante los vaivenes
de
Ia fortuna. Así, cuando decimos que el placer es el fin no queremos entender
los placeres de los lujuriosos o los que consisten en el goce material como se
figuran algunos ignorantes de nuestra doctrina o contrarios a ella o que la
entienden erróneamente, sino que unimos el no padecer dolor en el cuerpo con el
tener el alma tranquila”.
Juntamente
con esta triple diferenciación de los deseos, Epicuro nos habla de la
importancia de poseer una virtud sin la cual es imposible elegir y ordenar los
placeres. Esta virtud es Ia prudencia, y gracias a ella podemos desechar un
placer si éste nos ocasionará un mal futuro, aceptar un mal cuando su
consecuencia sea un placer superior o no caer en la aceptación ciega de un
placer si esto nos impide la adquisición posterior de un placer mayor o más
elevado.
"Todo
placer es un bien (...) pero no se ha de elegir cualquier goce. También todo
dolor es un mal pero no siempre se ha de huir de todos los dolores. Debemos,
pues, discernir tales cosas por comparación y juzgarlas con respecto a su
conveniencia o inconveniencia, pues en algunos momentos huimos del bien como si
fuese un mal y, al contrario, buscamos el mal como si fuese un bien."
El
discernimiento de los distintos placeres y la recta prudencia nos permiten, en
síntesis, acercarnos a una vida feliz, lo cual constituye el objeto de la
Filosofía. Sin embargo, esto debe interpretarse en relación con la noción de
" ataraxia " antes vista.
Epicuro
valoraba como placer fundamental la tranquilidad del alma y la ausencia de dolor.
Si atendemos a la distinción que con frecuencia se hace entre placeres activos
y placeres pasivos, podemos afirmar que el filósofo localizaba su búsqueda en
los segundos, esto es, en el placer en reposo, a diferencia de Aristipo, que
ensalzaba los primeros.
"La
ausencia de turbación (ataraxia) y de dolor (aponía) son placeres estables; en
cambio, el goce y la alegría resultan (placeres) en movimiento por su
vivacidad. Cuando decimos, entonces, que el placer es el fin, no queremos
referirnos a los placeres de los intemperantes o a los producidos por la
sensualidad (...) sino en hallarnos libres de sufrimientos del cuerpo y de
turbaciones del alma."
En suma, una
vida en privacía, rodeada de amistades y de placeres moderados, con el mínimo
de dolores posibles y tranquilidad en el alma, es lo que nos brindará la
felicidad, y hacia eso debe encaminarse el hombre.
"Ni
Ia posesión de las riquezas, ni Ia abundancia de las cosas, ni la obtención de
cargos o el poder producen la felicidad y Ia bienaventuranza, sino la ausencia
de dolores, la moderación en los afectos y Ia disposición de espíritu que se
mantenga en los límites impuestos por Ia naturaleza”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario