Introducción
El poder es uno de los rasgos de la vida social. Se sabe,
por ejemplo, que en las sociedades de primates existen ciertas jerarquías e
incluso líderes que son respetados por todo el grupo.
Como no podía ser de otra manera, también en las
sociedades humanas aparecen antes o después rasgos relacionados con el poder:
distribución de funciones, autoridades, jerarquías y a partir de cierto nivel
de complejidad aparecen instituciones, leyes escritas y diferentes mecanismos
de legitimación. El poder es tan antiguo como el hombre mismo y jamás ha dejado
de estar en el centro del pensamiento filosófico. Podemos partir de una
reflexión muy cercana al sentido común, que nos presenta el poder de una manera
contradictoria: como límite e incluso represión de la propia libertad, pero
también como garantía que asegura que dicha libertad pueda crecer y
desarrollarse. Detestamos el poder cuando lo vivimos como un obstáculo, pero
reivindicamos su presencia y actuación cuando entendemos que alguno de nuestros
derechos se ha conculcado. Esta ambivalencia no es, ni mucho menos, ajena a la
vida cotidiana de cada ciudadano: todos vivimos rodeados de símbolos del poder
e incluso en algunos momentos participamos del mismo. Por todo esto, es
importante que todos los ciudadanos, como integrantes de una sociedad política,
contemos con unas nociones suficientes alrededor del poder.
¿Qué es el poder?
El poder guarda una relación directa con la convivencia
social y aspira a la organización y la toma de decisiones de todo lo referente
a la vida pública. El hecho de compartir espacios y tiempos con otros seres
humanos obliga a asumir cierto tipo de tareas que nos conciernen a todos: el
poder es precisamente la manera de articular este tipo de tareas,
distribuyéndolas en diferentes instituciones o personas, en función de la
estructura social y política de cada momento. En cualquier sociedad el poder
político se reserva el derecho a la coacción (amenaza física o psíquica) y a la
coerción, es decir, el empleo legítimo de la violencia física como medio para
lograr un fin que se considera política o socialmente beneficioso.
Evidentemente, esto no justifica de manera automática
cualquier ejercicio violento por parte del poder vigente en cada tiempo: al contrario,
es conveniente mantener siempre un espíritu crítico, ya que el poder tiende a
tomar decisiones que a menudo van más allá del área que le corresponde,
abusando de la posición de privilegio que cualquier tipo de poder implica. En
este sentido, la división de poderes es un rasgo característico de todo sistema
democrático, que pretende evitar el abuso por parte de cualquiera de los
poderes: la concentración del poder nos conduce hacia el totalitarismo, cuyas
nefastas consecuencias nos resultan aún cercanas por hechos históricos
recientes que han marcado nuestra propia identidad como occidentales.
Si asociamos poder con coacción y coerción, con el uso
legítimo de la violencia, estamos quedándonos sólo con una parte del concepto.
En su sentido más noble, el poder implica un servicio a la sociedad e incluso
un sacrificio de la persona que lo ejerce. Es lamentable que no sea esta la
concepción más extendida, pero no es difícil encontrar ejemplos históricos de
deber, buscando en sus decisiones el bien común de la sociedad y no el suyo
propio. Las concepciones negativas del poder olvidan su conexión con el bien
común y dejan de lado también a este tipo de personalidades que en cierto modo
han de servir de ejemplo al resto. Se podría decir que muchas de las críticas
que recibe el poder político están más
dirigidas hacia las personas que lo ocupan que hacia el poder en sí. De hecho
salvo el anarquismo, que también estudiaremos, el resto de teorías han
defendido la necesidad del poder, otorgándole diversas formas y funciones. Por
ello, no se puede ignorar que, en el fondo, hablar del poder puede llevarnos
muy fácilmente a estar hablando también del ser humano: es nuestra manera de
ser la que exige la existencia de un poder y también la que en ocasiones puede
llevarnos a desnaturalizarlo o corromperlo, haciendo un uso indebido y
éticamente reprobable del mismo.
A partir de estas ideas introductorias, podríamos ofrecer
una primera definición del poder político como la capacidad de decidir en los
asuntos que afectan a una sociedad, pudiendo utilizar la coacción y la coerción
en la realización práctica y efectiva de dicha decisión y reservándose el uso
legítimo de la fuerza. Esta capacidad debería orientarse, en un principio, al
bien común, pero nada impide que se dirija hacia otros intereses alejados del
general y más cercanos a las personas que ocupan los puestos de
responsabilidad. Es importante subrayar que esta concepción del poder no se
puede identificar simple y llanamente con los cargos más relevantes de una democracia
o de cualquier otro sistema. Conviene más bien fijarse en la metáfora que
utiliza Foucault con frecuencia y a la que hemos aludido al hablar de la
crítica de la cultura: el poder es una red que se va extendiendo a toda la
sociedad y cuenta con diversos nódulos. Así entendido el poder no es sólo lo
que reflejan los grandes medios de masas. Antes bien, el funcionario que recoge
solicitudes, el vendedor que aplica impuestos a sus productos, el policía o el
profesor son también personificaciones del poder político, representantes de un
sistema que justifica o legitima sus actos. Y ello, por supuesto, sin olvidar
que las relaciones de poder aparecen en todos los grupos humanos: hay poder en una
comunidad de vecinos, en un equipo de fútbol o en una asociación cultural, por
la sencilla razón de que todas estas agrupaciones necesitan algún tipo de
organización y estructura desde la que llevar a cabo las tareas comunes que
unen a todos sus integrantes.
Una explicación desde la teoría de juegos: el dilema del prisionero
En la tradición filosófica hay una corriente que trata de
justificar el poder político: el contractualismo. Para esta corriente, que
estudiaremos más adelante, la vida en sociedad no es algo natural, como en su
día afirmara Aristóteles, sino una convención, un acuerdo artificial: el
contrato social. El contractualismo no pretende explicar la génesis histórica
de las diferentes instituciones que representan el poder, sino más bien mostrar
la función del poder político y su legitimidad. En nuestros días, esta teoría
se ha expresado a través de la teoría de juegos, una rama de la economía que
trata de describir el comportamiento racional en contextos estratégicos, en los
que el resultado de nuestra acción no depende únicamente de la acción que nosotros
realizamos, sino también de lo que los demás hacen. Uno de los juegos más conocidos
viene descrito por el dilema del prisionero, en el que podemos elegir dos
acciones distintas: cooperar con la otra persona, renunciando a nuestro máximo
beneficio posible en favor del mejor resultado para los dos, o no cooperar aspirando
a encontrar el óptimo individual, pero arriesgándonos a desembocar en una
situación perjudicial para todos. Muchas de las interacciones sociales y de las
decisiones que hemos de hacer frente encajan dentro de este dilema: cooperar o
no cooperar, asumiendo los costes que implican la vida en sociedad.
En una situación en la que no haya un poder político, cada
individuo mirará únicamente por su único interés. Como se ve, la teoría de
juegos presupone que el ser humano es egoísta por naturaleza, un homo economicus que calcula aquella acción
que le proporcionará el mayor beneficio. Situados en un contexto social, estos
individuos que optan por no cooperar con el resto, pretendiendo el máximo beneficio
personal posible, provocan una situación desastrosa para todos: el egoísmo no
favorece ni fortalece la sociedad, sino que más bien la debilita e incluso
fomenta cierta inseguridad e indefensión. Esta situación es la que Hobbes
describe como una “guerra de todos contra todos”. El poder puede tener entonces
un origen racional, aun entendiendo dicho adjetivo en el sentido egoísta del
calculador de beneficios y desventajas: si todos miramos únicamente por
nosotros mismos todos salimos perjudicados, y podríamos crear una institución
que nos obligue a cooperar mínimamente en los asuntos que nos afectan a todos,
penalizando y persiguiendo a aquellos que no cumplen este acuerdo esencial, que
sería el pacto social. Así lo ha entendido, por ejemplo. David Gauthier en su
obra La moral por acuerdo.
Si aceptamos esta visión estratégica del poder, nos estaríamos
acercando también a una concepción liberal de la política: el acuerdo que firmamos
diariamente por medio de la convivencia es “de mínimos”, nos conduce a una
organización social en la que, en principio, cada uno puede desarrollarse sin
interferencias de los demás y de la sociedad. El poder que nace de esta
concepción basada en la teoría de juegos sería una autoridad cercana a la de
los estados liberales, que se limitaría a recaudar impuestos para garantizar
unos servicios esenciales: seguridad e infraestructuras básicas. La función primordial
del poder consistiría entonces en velar por el cumplimiento de las pautas
elementales de colaboración, sancionando a todos aquellos que se saltan las
normas comunes: desde los que conducen a más velocidad de la debida hasta los
que evaden impuestos pasando, por supuesto, por otra serie de infracciones como
el robo o el asesinato. Se trata, sin duda, de una visión de la sociedad y el
estado un tanto descarnada, que a buen seguro no encajará en la concepción de la
sociedad y la política de personas dispuestas a un mayor compromiso ético y
político con los demás, que entiendan el poder como un mecanismo compensador de
desigualdades. La visión estratégica del poder que nos ofrece la teoría de
juegos es sólo un punto de partida y también un estímulo para la reflexión en
torno a la función social, política y económica del poder y la viabilidad de
modelos alternativos de poder y, en consecuencia, de estado.
Maquiavelo: la política como disciplina autónoma
Uno de los primeros autores en elaborar una reflexión
compleja en torno al poder es Maquiavelo, filósofo florentino del renacimiento
italiano. Su concepción del poder se refleja en sus dos obras principales: El príncipe y
Discursos sobre la primera década de Tito Livio. Lo primero que llama la
atención en el pensamiento de Maquiavelo es la emancipación de la política,
como actividad humana relacionada con el poder, de cualquier otra esfera como puede
ser la moral o la religión. Hasta el renacimiento, la política no se había
desarrollado como una disciplina autónoma: en sus inicios estará directamente
relacionada con la ética y así lo defiende, por ejemplo, Aristóteles. Esto
generará ciertas tensiones, pues aunque la ciudad esté por encima del
individuo, ha de respetar siempre la ley natural, por lo que en cierta manera
la ética fija los límites, las reglas del juego aceptables en política. Al
adentrarnos en la edad media, la influencia principal la recibirá de la
religión: el poder proviene de Dios, que autoriza y da validez a las decisiones
que se tomen. De una manera u otra, no encontramos hasta Maquiavelo una teoría
política amplia sobre el poder, con independencia de otras actividades humanas.
Esta autonomía de la política incluye en Maquiavelo una
doble dirección que se puede concretar en las obras citadas anteriormente. La
lectura de El príncipe se ha de completar con las
ideas que presenta en los Discursos sobre
la primera década de Tito Livio, que es para algunos intérpretes la obra más importante
de Maquiavelo. En ella reflexiona en torno a la república como la mejor forma
posible de gobierno, ya que permite que los ciudadanos se identifiquen y se
sientan implicados en los asuntos comunes. Una república que tiene que huir de
cualquier tipo de idealización, contando con que a menudo los ciudadanos, e
incluso los propios gobernantes, pueden mirar más por el propio interés que por
el común. Vuelve a aparecer el Maquiavelo político y estadista, que pone su
gran conocimiento de los asuntos del pasado al servicio del presente, tratando
de comprenderlo e incluso de anticiparse al futuro.
En vez de ver contradicciones con El príncipe,
cabe un intento de armonización: si bien hay que trabajar siempre en favor de
la república, existen circunstancias de excepción que pueden hacer más
aconsejable una monarquía, con un gobernante audaz e inteligente capaz de
dirigir al país aplicando los consejos de El príncipe.
No es, ni mucho menos, una manera de “salvar” a Maquiavelo, sino de subrayar su
intento de convertir la política en una ciencia autónoma, en la que los
intereses humanos se manifiestan de una forma conflictiva y problemática,
siendo imprescindible una actitud reflexiva que permita tomar las mejores
decisiones en cada caso.
Una consecuencia de esta separación de la política
respecto a la ética y la religión es una frase que ha pasado a la historia como
“maquiavélica”, aunque no se encuentra como tal en ninguna de sus obras: “el
fin justifica los medios”. El maquiavelismo político no postula que cualquier fin
esté justificado, sino simplemente que el fin por excelencia del príncipe, en
los momentos en los que una república se está fundando o está sufriendo una
crisis, ha de ser conservar el poder, convirtiéndose en símbolo de la fortaleza
de la república. Este sí es el fin que justifica cualquier medio, sin entrar a
considerar la moralidad o inmoralidad de la medida en cuestión.
Así el responsable político puede verse obligado a mentir
a la población si con eso logra su principal objetivo. De la misma forma,
cuando el príncipe toma una decisión que favorece a su pueblo, hay que ser
consciente de que no lo hace con fines éticos o humanistas, sino tan sólo pensando
en su beneficio personal, que consiste en mantener su puesto el máximo tiempo posible.
El maquiavelismo, en consecuencia, no viene a decirnos que cualquier medio está
justificado, o que cualquier fin es válido: tal y como aparece en El príncipe,
se trata más bien de una propuesta práctica dirigida a los gobernantes, para
que ejerzan su función de una manera correcta, entendida esta palabra en un
sentido únicamente político, no moral o religioso. Ser un buen político implica
tomar las decisiones adecuadas para mantener el poder. En El
príncipe, Maquiavelo nos presenta un completo manual del gobernante.
Tomando ejemplos de grandes conquistadores y gobernantes, así como de su
actualidad y la historia de diferentes naciones, trata de analizar las
condiciones que pueden permitir a quien lo desee alcanzar el poder. Hay dos
conceptos clave:
1. Fortuna: en cada momento se dan un cúmulo de circunstancias
sociales, económicas, militares y culturales que pueden determinar de una forma
absoluta al gobernante. La fortuna influye tanto en la consecución del poder
como en su conservación y todo gobernante ha de ser consciente de que hoy puede
ser favorable, pero en un corto plazo de tiempo todo se puede invertir. Este
concepto de fortuna exige del príncipe cierta oportunidad: ha de saber
aprovechar la ocasión cuando la tiene, asumiendo también que pueden llegar
tiempos en los que las circunstancias le sean adversas, obligándole incluso a
abandonar el poder. Puede ser que la mitad de las cosas dependan de la fortuna,
pero la otra mitad están del lado del gobernante que ha de hacer frente a los
problemas con ímpetu y convencimiento.
2. Virtud: este concepto alude a las cualidades personales
que ha de tener un político para ejercer correctamente su función de gobierno.
La virtud política no guarda relación alguna con la virtud moral: el político
ha de poner en práctica la astucia, la capacidad de engaño e incluso
comportamientos inmorales como la traición o la mentira. Maquiavelo no pretende
que la política sea sinónimo de corrupción e inmoralidad, pero sí afirma que en
determinadas circunstancias actitudes consideradas inmorales pueden ser las más
convenientes para el gobernante e incluso para el pueblo gobernado. La virtud
del príncipe tiene que ver más con valores como la astucia, la capacidad de
convicción o el miedo que es capaz de infundir en quienes le rodean que con
cualquier otro valor moral.
Teniendo estos dos conceptos en cuenta, Maquiavelo va precisando
cómo se puede llegar al poder y qué hay que hacer para mantenerlo. Su visión
realista de la política, le lleva a dar consejos como los que aparecen en las
siguientes ideas, acompañadas en algunos casos de fragmentos de El príncipe:
1. El buen gobernante ha de estar siempre cerca del poder
militar, garantía última de su poder: “Un príncipe no debe tener otro objeto ni
pensamiento ni preocuparse de cosa alguna fuera del arte de la guerra y lo que
a su orden y disciplina corresponde, pues es lo único que compete a quien
manda.”
2. El príncipe debe tender a la tacañería: “Por tanto, un
príncipe, para no despojar a sus súbditos, para poder defenderse, para no
volverse pobre y miserable, para no verse obligado a expoliar, debe temer poco
incurrir en la tacañería; porque éste es uno de los vicios que hacen posible
reinar.”
3. Es preferible ser temido que amado: “Surge de esto una
cuestión: si vale más ser amado que temido, o temido que amado. Nada mejor que
ser ambas cosas a la vez; pero puesto que es difícil reunirlas y que siempre ha
de faltar una, declaro que es más seguro ser temido que amado. Porque de la
generalidad de los hombres se puede decir esto: que son ingratos, volubles,
simuladores, cobardes ante el peligro y ávidos de lucro.”
4. El príncipe debe incumplir sus promesas, si así le conviene.
Ha de ser un león y un zorro: “De manera que, ya que se ve obligado a comportarse
como bestia, conviene que el príncipe se transforme en zorro y en león, porque
el león no sabe protegerse de las trampas ni el zorro protegerse de los lobos.
Hay, pues, que ser zorro para conocer las trampas y león para espantar a los
lobos. Los que sólo se sirven de las cualidades del león demuestran poca
experiencia. Por lo tanto, un príncipe prudente no debe observar la fe jurada
cuando semejante observancia vaya en contra de sus intereses y cuando hayan
desaparecido las razones que le hicieron prometer. Si los hombres fuesen todos
buenos, este precepto no sería bueno; pero como son perversos, y no la observarían
contigo, tampoco tú debes observarla con ellos. Nunca faltaron a un príncipe
razones legitimas para disfrazar la inobservancia. ”
5. El príncipe debe evitar ser despreciado u odiado:
“Trate el príncipe de huir de las cosas que lo hagan odioso o despreciable, y
una vez logrado, habrá cumplido con su deber y no tendrá nada que temer de los
otros vicios. Hace odioso, sobre todo, como ya he dicho antes, el ser
expoliador y el apoderarse de los bienes y de las mujeres de los súbditos, de
todo lo cual convendrá abstenerse. Porque la mayoría de los hombres, mientras
no se ven privados de sus bienes y de su honor, viven contentos; y el príncipe queda
libre para combatir la ambición de los menos que puede cortar fácilmente y de mil
maneras distintas. Hace despreciable el ser considerado voluble, frívolo, afeminado,
pusilánime e irresoluto, defectos de los cuales debe alejarse como una nave de
un escollo, e ingeniarse para que en sus actos se reconozca grandeza, valentía,
seriedad y fuerza. Y con respecto a los asuntos privados de los súbditos, debe
procurar que sus fallos sean irrevocables y empeñarse en adquirir tal autoridad
que nadie piense en engañarlo ni envolverlo con intrigas. ”
6. Algunas cualidades positivas del príncipe: ser capaz de
afrontar grandes empresas, encontrar soluciones ingeniosas para los problemas,
credibilidad y seriedad, ser prudente en su política de alianzas y amar la
virtud, honrando a los ciudadanos que destaquen en las artes y creando
condiciones seguras para que todos puedan dedicarse a sus propios quehaceres.
7. El príncipe ha de elegir a los mejores como sus secretarios
o ministros, con la única condición de que estén dispuestos a trabajar buscando
el bien del príncipe y no el suyo propio. Igualmente, debe desconfiar de los
aduladores.
Independientemente de la valoración moral que nos pueda
sugerir la teoría presentada en El príncipe, hay que subrayar que se
trata de una teoría política y que el gran mérito de Maquiavelo
consiste, entre otras cosas, en afirmar la autonomía de la política que, por
así decirlo, funciona con sus
propias reglas y no con las de la moral o la religión. En este sentido, es
un primer paso hacia una reflexión exclusivamente política, sin ningún tipo de interferencias,
por lo que se podría decir que gracias a enfoques como el suyo se van dando pasos
hacia la consolidación de la ciencia política. A este respecto serán sucesores
de
Maquiavelo autores como Hobbes, Locke o Rousseau: desde
perspectivas bien distintas abordarán el problema del poder político con una
libertad de la que no gozaron muchos de sus predecesores. En ellos encontramos
las semillas de lo que será la democracia moderna, una nueva manera de
organizar y distribuir el poder. Sobre ella y sus implicaciones en la concepción
de la política girará parte de la obra del siguiente autor que vamos a
estudiar.
Thomas Hobbes: el poder absoluto como garantía de la paz
La filosofía política de Thomas Hobbes profundiza en el distanciamiento
progresivo de la política respecto a otras disciplinas, impulsando el contractualismo:
no somos sociables o “animales políticos” por naturaleza sino por convención,
porque decidimos vivir con otros y crear instituciones que regulen la vida
social y política. El siglo de Hobbes fue decisivo para la historia de
Inglaterra, que sufrió una guerra civil desde 1642 hasta 1651, en la que se enfrentaron
los partidarios de la monarquía y los parlamentaristas. Años más tarde, la Carta
de los derechos de 1689 imponía ciertas condiciones para la sucesión
monárquica, alumbrando la primera democracia moderna de Europa. Hobbes
(1588-1679) no llegó a ver completada la transición a la democracia, pero sí la
guerra civil que en su opinión es la mayor desgracia que le puede ocurrir a un
país, siendo la misión de la política el evitar dicha guerra por todos los medios.
El punto de partida del contractualismo hobbesiano es un
estado de naturaleza que se plantea a modo de hipótesis: no es difícil imaginar
que, en un primer momento, los seres humanos contaban con las mismas
cualidades. La igualdad es el punto de partida: aunque alguien pueda destacar
más en algún aspecto, es más que probable que carezca de otros y no hay nadie
que reúna en sí todas las cualidades humanas en un grado tan alto que se pueda
considerar superior a los demás. En este estado inicial, cada uno busca la
satisfacción de sus deseos y apetitos, lo cual le lleva a competir con los
demás: hay “una igualdad en la esperanza de conseguir nuestros fines”. En tanto
que todos los seres humanos tendrían derecho ilimitado a todas las cosas, nos
encontraríamos en una guerra de todos contra todos, en la que el miedo sería
uno de los componentes esenciales de la vida humana: en cualquier momento se
nos podría arrebatar lo que más apreciamos y jamás podríamos tener garantía
alguna de que pueda existir algo así como la justicia, concepto que carece de
sentido en una sociedad pre política. En este estado de naturaleza la agresión,
la miseria y la precariedad pueden convertirse en experiencias cotidianas, por
lo que es preciso encontrar la manera de fijar unas normas elementales de
convivencia. Sería imposible progreso alguno en la sociedad: “la vida del
hombre es solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta”.
Esta es precisamente la función del contrato social: si
todos renuncian a algunas de sus libertades y derechos, se crea una nueva
entidad, el estado, que ha de asumir entre otras funciones la de garantizar la
seguridad a los ciudadanos, de los que emana la única soberanía posible. El
Leviatán, monstruo mitológico que aparece en el antiguo testamento, le sirve a Hobbes
de símbolo de este poder creado entre todos: al constituirse a partir de la
voluntad de renunciar a libertades y derechos, se convierte en un poder absoluto
y sin límites, al que todos los ciudadanos han de servir en la medida que les
garantice la seguridad y la estabilidad necesarias para poder llevar a buen
término sus vidas privadas, con sus proyectos y deseos.
Hobbes expresa esta idea del pacto social en el siguiente
texto:
“El
único modo de erigir un poder común que pueda defenderlos de la invasión de extraños
y de las injurias entre ellos mismos, dándoles seguridad que les permita alimentarse
con el fruto de su trabajo y con los productos de la tierra y llevar así una vida
satisfecha, es el de conferir todo su poder y toda su fuerza individuales a un
solo hombre o a una asamblea de hombres que, mediante una pluralidad de votos,
puedan reducir las voluntades de los súbditos a una sola voluntad. O, lo que es
lo mismo, nombrar a un individuo o a una asamblea de individuos que representen
a todos, y responsabilizarse cada uno como autor de todo aquello que haga o
promueva quien ostente esa representación en asuntos que afecten la paz y la
seguridad comunes y, consecuentemente, someter sus voluntades a la voluntad de
ese representante, y sus juicios respectivos, a su juicio.”
(Thomas
Hobbes, Leviatán, capítulo 17)
Hobbes entiende que este poder creado de manera artificial
puede ser monárquico, aristocrático o democrático, dependiendo de si es ocupado
por una sola persona, por varias o por toda una asamblea. En su opinión hay
razones prácticas para preferir la monarquía, ya que las decisiones se tomarán
de una forma más rápida y eficaz. Por si esto fuera poco, los puestos de la
asamblea son ocupados en una democracia por los ricos, no por los que atesoran
un mayor conocimiento. Y existen además decisiones cruciales para el estado en
las que la discreción es una condición irrenunciable, siendo mucho más difícil
de mantener en una asamblea de muchos que en un gobierno de uno solo. No hay que
perder de vista que todo ser humano puede representar al pueblo pero también a
sí mismo, por lo que el interés público y el privado pueden entrar en
conflicto. En el caso de la monarquía ambos están más unidos que en la
democracia, en la que los diferentes representantes pueden aprovechar su poder
para buscar su beneficio personal. El gobierno de la asamblea puede compararse,
a ojos de Hobbes, con el caprichoso gobierno del niño: los representantes
pueden tener comportamientos arbitrarios, basados en actitudes infantiles que
pierden de vista el bien común.
Como consecuencia de esto, Hobbes se muestra partidario de
un gobierno monárquico con poder absoluto. Esta tesis ha resultado criticada
por los defensores de la democracia, tratando de asimilar la teoría de Hobbes
con los movimientos totalitarios del siglo XX. Nada más lejos de la intención
de Hobbes: en el Leviatán explica que la función del monarca es garantizar la
paz y la seguridad de todos los súbditos, fomentando y protegiendo su libertad,
entendida como la “ausencia de oposición”. Hobbes define al hombre libre como “aquel
que, en aquellas cosas que puede hacer en virtud de su propia fuerza e ingenio,
no se ve impedido en la realización de lo que tiene voluntad de llevar a cabo”.
En consecuencia, el Estado es la creación artificial de todos los individuos
que renuncian a una parte su libertad con el fin de que se le asegure que el
resto de la misma será respetado y protegido. La finalidad del Estado no es por
tanto la búsqueda de la satisfacción y beneficio personal del monarca, sino el
mantenimiento de un orden social que permita el desarrollo de la vida de los
individuos. Nada hay, en este sentido, más alejado de la teoría de Hobbes, que
los movimientos totalitarios del fascismo y del comunismo.
Max Weber: poder, dominación y legitimidad
El sociólogo y politólogo alemán Max Weber asume, al igual
que Maquiavelo, que el concepto de poder es uno de los más importantes de la
política. Uno de sus textos más conocidos y accesibles es La política como vocación. Parte de una concepción muy amplia de la política:
“actividad directiva autónoma”. En este sentido de la
palabra se dice que hay, por ejemplo, política fiscal, educativa,
empresarial... y que una asociación o un club deportivo cuentan también con una
política propia. Si lo llevamos al ámbito del estado y la toma de decisiones en
los asuntos que nos afectan a todos, Weber entiende la política como aquella
actividad que viene respaldada por el uso legítimo de la violencia. Cada una de
las instituciones públicas representan al estado, que cuenta con lo que Weber
denomina “monopolio de la violencia física legítima”.
En un principio, todos asumimos que la toma de decisiones
es válida precisamente cuando procede de un estado democráticamente organizado
y es por esto que la respuesta ante una infracción de la ley o un
enfrentamiento a la autoridad del estado puede consistir en el empleo de la
fuerza física. La actuación agresiva no está justificada porque sea ejercida
por tal o cual persona, sino por el sistema que le respalda y al que
representa, y que regula en realidad el uso de la misma en toda la sociedad.
Así, en este contexto más específico cabría enunciar una segunda acepción de
política, mucho más ligada a este concepto físico del poder: “aspiración a participar
en el poder o a influir en la distribución del poder entre los distintos
Estados o, dentro de un mismo Estado, entre los distintos grupos de hombres que
lo componen”. Las motivaciones del político pueden ser muy variadas: egoísmo personal,
búsqueda del bien del estado, simple disfrute del poder, colaborar en la
resolución de conflictos, autoafirmación…
Una de las claves de la democracia consiste precisamente
en cómo se justifica y legitima el poder y la violencia que está asociada al
mismo. En último término, todo sistema político descansa en la autoridad de la
toma de decisiones: de alguna manera, la población ha de sentirse identificada
y vinculada con las diferentes políticas. Weber analiza las diferentes maneras
de legitimar la autoridad política y la dominación, y las concreta en las
siguientes:
1. Legitimidad tradicional: es la autoridad construida sobre
la costumbre, sobre maneras de gestionar el poder que se vienen poniendo en
práctica durante siglos y que nadie se atreve a cuestionar por la sencilla
razón de que “siempre se ha hecho así”. El propio Weber lo describe de esta
manera: “la legitimidad del eterno ayer, de la costumbre consagrada por su
inmemorial validez y por la consuetudinaria orientación de los hombres hacia su
respeto. Es la legitimidad tradicional, como la que ejercían los patriarcas y
los príncipes patrimoniales antiguos.”
2. Legitimidad carismática: en este caso el poder viene
justificado por las especiales características o cualidades personales de quien
lo ocupa. Se trata habitualmente de una persona admirada por su carisma, por su
influencia sobre los demás, conseguida no necesariamente por la fuerza física,
sino principalmente por sus virtudes. En palabras de Weber: “la autoridad de la
gracia (Carisma) personal y extraordinaria, la entrega puramente personal y la
confianza, igualmente personal, en la capacidad para las revelaciones, el heroísmo
u otras cualidades de caudillo que un individuo posee. Es esta autoridad
carismática la que detentaron los Profetas o, en el terreno político, los jefes
guerreros elegidos, los gobernantes plebiscitarios, los grandes demagogos o los
jefes de los partidos políticos”.
3. Legitimidad legal-racional: aunque haya algún precedente,
será principalmente a partir de la modernidad cuando la dominación venga respaldada
por un procedimiento en el que se aplican una serie de reglas que garantizan
que la decisión resultante sea legítima y vinculante. En cierta manera, esta
legitimidad implica una confianza en el sistema de decisión por parte de los
ciudadanos, que esperan que los políticos cumplan siempre estas normas que dan
validez a la decisión que de ellas emane.
Weber lo explica así: “Tenemos, por último, una legitimidad
basada en la legalidad, en la creencia en la validez de preceptos legales y en
la competencia objetiva fundada sobre normas racionalmente creadas, es decir,
en la orientación hacia la obediencia a las obligaciones legalmente
establecidas; una dominación como la que ejercen el moderno servidor público y
todos aquellos titulares del poder que se asemejan a él.”
Esta clasificación no ha de entenderse en un sentido
histórico: Weber no pretende perfilar una especie de evolución desde la
legitimidad tradicional a la legal-racional. Más bien hemos de entender que su
teoría nos sirve para analizar en cada caso quién toma las decisiones y por qué
se consideran válidas. Así, podría darse el caso de países que pasan de un tipo
de legitimidad a otro, para terminar volviendo al anterior. A esto hay que
añadir un punto de vista lo más amplio posible, trascendiendo incluso el ámbito
de la política. Una empresa familiar, por poner un ejemplo, pondrá en práctica
probablemente la legitimidad tradicional, mientras que un equipo deportivo
suele identificarse más con la carismática. En el caso del estado no hay
unanimidad: cada país aplicará uno u otro criterio de legitimidad en función de
su historia, sus condiciones socioeconómicas y su propia cultura.
Si proyectamos la distinción de los tres tipos de
autoridad al terreno político en muchos de los países europeos a comienzos del
siglo XX, constatamos que la mayoría de ellos estaban funcionando ya de una
manera democrática, por lo que la dominación legal-racional prima sobre las
otras dos. Este tipo de dominación genera un nuevo ámbito profesional, la
política, a la que se dedican dos tipos de personas: los que viven de la política
y los que viven para la política. En opinión de Weber, los primeros son
aquellos que se entregan a los partidos y aspiran a ocupar un puesto que les
garantice económicamente un buen nivel de vida.
Necesitan la política para vivir, ya que es su única
fuente de ingresos. Frente a estos, los que viven para la política no
necesariamente han de encontrar en ella su fuente de ingresos: más bien suelen
ser en democracia grandes empresarios o abogados, profesionales liberales con
la suficiente independencia económica como para dedicar su tiempo a la gestión
del poder.
Weber habla así de una plutocracia: detrás de toda
democracia se esconde, en la maquinaria de los partidos, un gobierno de los que
ostentan el control económico. La teoría de Weber desemboca en una visión
elitista de la política, prolongando las ideas de Pareto, Mosca y Michels: son
las élites económicas y sociales las que controlan las democracias y hacen que estas
avancen. De esta manera, los más ricos pueden orientar las decisiones también
hacia sus intereses particulares. Los partidos se convierten en “máquinas de
gestionar poder”, manejadas por líderes que convierten a los miembros del
parlamento en “borregos votantes perfectamente disciplinados”, distribuyendo
cargos en función de “los servicios prestados al partido”.
Hay otra consecuencia de la extensión de este tipo de
dominación: el funcionariado y la burocracia. Si queremos que todo esté
justificado por reglas y procedimientos ha de quedar un registro de su
aplicación en todos los órdenes y ello obliga a la creación de un nutrido grupo
de funcionarios que son los señores de la burocracia, un mecanismo igualador y
garantista. La casta funcionarial, por encima incluso de la clase política,
contribuye a dar continuidad y estabilidad a un estado: cada vez que hay
elecciones se pueden producir cambios importantes en la dirección de un país,
pero no entre sus trabajadores. El funcionariado cumple una doble función:
referencia y ayuda para los nuevos dirigentes y a la vez sigue prestando un
servicio a los ciudadanos. Y es aquí donde entra en juego la segunda característica:
la burocracia. No hay otra manera de registrar la mayoría de acciones y
relaciones de los ciudadanos con el estado que no sea por medio de la
burocracia. Aunque suela ser uno de los rasgos que más hastían a la población,
Weber se muestra un claro defensor de la misma: asegura la neutralidad y la objetividad.
Puede que implique una ralentización del sistema político y social, pero su contrapartida
es bien clara: deja testimonio escrito de todas las gestiones y procesos
públicos y en cierta forma es una condición irrenunciable para fortalecer
valores como la transparencia y la imparcialidad, tan necesarios en democracia.
Pese al tono crítico y un tanto escéptico de Weber, el
sociólogo alemán se atreve aún a realizar un perfil del auténtico político, de
aquel que ha de ejercer esta actividad con una vocación verdadera. Tres son, en
su opinión, las virtudes que han de acompañarle: pasión, sentido de la responsabilidad
y mesura. Los políticos que cuentan con estas características son los más necesarios
dentro de un sistema en el que se tiende a una profesionalización mal
entendida, aspirando más a “vivir de” la política que “para” la política. Muchos
son los obstáculos que ha vencer quien de verdad entiende y desea que la
política se aproxime al bien de la sociedad más que al personal: la lucha
dentro del partido, la vanidad, las diferentes ofertas de enriquecimiento
personal… y sobre todo hacer frente a un contexto en el que su actitud no suele
ser la más extendida o la dominante. Todas las dificultades que aparezcan no
han de impedir que el auténtico político, el que siente la vocación de mejorar
la sociedad en la que vive, persevere en su intento de llevar a cabo la política
como una actividad que puede redundar en beneficio de todos, tal y como recoge
Weber en el párrafo final de La
política como vocación,
que, como no podía ser de otra manera representa un canto y una defensa a la auténtica
actividad política:
“La
política estriba en una prolongada y ardua lucha contra tenaces resistencias
para vencer, lo que requiere, simultáneamente, de pasión y mesura. Es del todo
cierto, y así lo demuestra la Historia, que en este mundo no se arriba jamás a
lo posible si no se intenta repetidamente lo imposible; pero para realizar esta
tarea no sólo es indispensable ser un caudillo, sino también un héroe en todo
el sentido estricto del término, incluso todos aquellos que no son héroes ni
caudillos han de armarse desde ahora, de la fuerza de voluntad que les permita
soportar la destrucción de todas las esperanzas, si no quieren mostrarse
incapaces de realizar inclusive todo lo que aún es posible. Únicamente quien
está seguro de no doblegarse cuando, desde su punto de vista, el mundo se
muestra demasiado necio o demasiado abyecto para aquello que él está
ofreciéndole; únicamente quien, ante todas estas adversidades, es capaz de
oponer un “sin embargo”; únicamente un hombre constituido de esta manera podrá demostrar
su “vocación para la política”.”
La crítica del poder: la Escuela de Frankfurt
Tanto Maquiavelo como Hobbes o Weber ofrecen una teoría
realista: la política tiene que ver con el poder y el ser humano se presta a
participar en un juego que tiene como finalidad imponer la propia voluntad,
alcanzar la mayor cuota de poder. Como no podía ser de otra manera, caben
también otros análisis del poder, entre los que hay que destacar una perspectiva
crítica. Si revisamos nuestra historia reciente, uno de los hechos que han
marcado las últimas décadas de la civilización occidental es sin duda el totalitarismo
del siglo XX, que desembocó en la segunda guerra mundial y el holocausto. El
nazismo trajo consigo la persecución de muchos intelectuales (científicos,
literatos, filósofos...) que se vieron obligados a abandonar Alemania.
Precisamente en los años previos a la ascensión del nazismo se fundó en
Frankfurt el Instituto para la
Investigación Social,
con la intención de reunir a un grupo de filósofos, sociólogos, economistas y
psicólogos que de un modo interdisciplinar trabajarían en común en favor de una
sociedad mejor. Se trata de los autores de la Escuela de Frankfurt, que pretendieron elaborar una teoría crítica, capaz de
convertirse en un factor de cambio y evolución social. La teoría crítica
combina sociología, psicología y economía para superar la frontera que existe
entre la teoría y la praxis, uno de los rasgos característicos de la teoría tradicional.
De esta manera, se entiende que el pensamiento crítico es un motor de transformación
social, admitiendo que estamos ante procesos sociales y culturales de largo alcance
y que requieren de periodos históricos prolongados para dar sus frutos.
Precisamente, una de las claves de este proyecto es la crítica del poder, que
se concreta en diversas ideas defendidas por algunos de los autores de la
escuela de la siguiente manera:
1. Para Max Horkheimer el totalitarismo muestra el lado más
bárbaro y terrible del poder político. Lo definitorio de este poder desmesurado
es que logra hacerse presente en todos los ámbitos de la vida, desde las
instituciones hasta las vivencias cotidianas. En uno de sus textos, Autoridad y familia, explica que una de las claves de la extensión del nazismo
consistió en lograr instalarse en la vida diaria del pueblo alemán, llegando a extender
sus valores e ideas incluso a través de la familia. En opinión de Horkheimer, la
familia es el núcleo elemental de toda sociedad y el totalitarismo nazi
representa un poder omnímodo que logra perpetuarse gracias a que conceptos como
el de autoridad y disciplina, entendidas en un sentido cercano a la política e
incluso al poder militar, anidaron en las familias que pusieron en práctica de
manera mecánica los ideales nazis. El poder trasciende las fronteras de la
política y logra que los vecinos se vigilen entre sí y estén dispuestos incluso
a delatar a familiares o a las personas cercanas. La tarea de la filosofía y de
la teoría crítica tiene que consistir en rebelarse contra este proceso y
denunciarlo, asumiendo esta crítica del poder como una actitud permanente.
2. Una de las obras más conocidas de Horkheimer fue escrita
en colaboración con Th. W. Adorno, otro de los grandes representantes de la Escuela de Frankfurt. Se trata de Dialéctica
de la Ilustración,
en la que los conceptos de mito y logos (o
Ilustración) se presentan de una forma dinámica, en diálogo permanente. El
proyecto ilustrado ha convertido la razón en un mito y aquí radica el origen de
una actitud de dominación y explotación, tal y como aparece en la ciencia, la
tecnología y la política. Cuando la ciencia y la tecnología se interpretan como
fines en sí mismos, se revelan como estrategias de dominación y explotación de
la naturaleza. Valga la expresión: totalitarismo del ser humano sobre su
entorno, ejecutado por una razón instrumental que se limita a calcular los
medios para fines dados, sin cuestionar la validez de los mismos. Esta manera
de comprender la ciencia y la tecnología es aprovechada por sistemas políticos
que instrumentalizan la vida de los seres humanos. La ciencia y la tecnología son
otras formas de manifestar el poder y están en la base del totalitarismo tanto
como el propio sistema político. La Ilustración, como proyecto histórico mitificado,
ha conducido inesperadamente a las cámaras de gas, el símbolo más atroz e
inhumano del poder.
3. La industria cultural es otra de las instancias que se
alían con el poder. Su finalidad no es otra que el mero entretenimiento en el
peor sentido de la palabra. Los grandes espectáculos de masas y los productos
mercadotécnicos unifican mentalidades y vidas según la conveniencia del poder
de turno. Gracias a la industria cultural se puede controlar el pensamiento
dominante e incluso la crítica al mismo, que siempre será bienvenida cuando se
contente con reflejarse en productos que de una forma u otra pueden estar
dominados por el sistema dominante. A este respecto, la utilización de la cultura
como anestésico social está presente en todas las épocas y el capitalismo no es
una excepción. Desde la industria cultural se ofrece al ciudadano una visión
completa de las cosas, una filosofía ready-made
que no
exige un mayor esfuerzo. Y para quien pueda estar en desacuerdo, existen
corrientes alternativas igualmente uniformizadas por el poder económico y
político.
4. La consecuencia lógica de todas estas ideas es la aparición
de un nuevo tipo de ser humano, que da título a una de las obras de Herbert
Marcuse: El hombre unidimensional.
Vivir para trabajar, trabajar para consumir: esta es la propuesta de las sociedades
industriales capitalistas. Este es el modelo de vida impuesto por el poder político
y económico y consagrado por los grandes medios de comunicación de masas, que
nos ofrecen modelos de seres humanos que están perfectamente engarzados en el
sistema: quienes más tienen son siempre los modelos a seguir. La cultura, la autonomía
moral y la propia reflexión son valores en extinción en una sociedad que sólo
cuenta con el ser humano como una pieza más del sistema de producción y de consumo.
El totalitarismo político del nazismo deja su espacio a un nuevo totalitarismo económico,
en el que poco importa el individuo: no pensar es una de las virtudes más valoradas
por el poder, capaz de convertir la obediencia a las pautas económicas y sociales
en una norma suprema. Somos unidimensionales porque seguimos todos por un camino
muy similar: vivimos y pensamos de la misma manera. Se trata de uno de los mayores
logros a los que puede aspirar el poder: las democracias capitalistas crean ilusiones
de libertad, que no consiguen esconder la fuerza de los diferentes mecanismos
encargados de homogeneizar vidas humanas y mentalidades.
5. Desde el campo de la psicología, Erich Fromm también
elaborará una crítica del capitalismo, un sistema que en su opinión
imposibilita la felicidad del individuo, al obligarle a valorar más el tener
que el ser (Del tener al ser), y fortaleciendo condiciones
que impiden relaciones auténticamente humanas, como el amor (El arte
de amar), la amistad o la solidaridad. Por así decir, el
capitalismo y la democracia asociada al mismo produce seres que tienden a la infelicidad,
conscientes de que sirven más al sistema que a sí mismos. La teoría de carácter
humanista que desarrolló Fromm es a contraluz una teoría crítica del poder y de
la influencia que tiene en la insatisfacción de cada ser humano. La economía y
la política son también factores que contribuyen a crear sociedades enfermas.
6. Para completar en la medida de lo posible algunas de
las ideas de la Escuela de Frankfurt, cabe hacer referencia a la concepción de
la historia de Walter Benjamin.
Frente a las concepciones habituales, centradas en los
sucesos protagonizados por los grandes personajes, Benjamin nos presenta una historia
rota, fragmentaria y negativa.
El poder no sólo domina el presente, sino también el pasado:
la historia lo es siempre de los vencedores. Por ello, Benjamin cree que la crítica
del poder tiene también la obligación de reescribir el pasado, no para juzgarlo,
pero sí para subrayar el sufrimiento, el dolor y la barbarie. La ruina es, en este
sentido, todo un símbolo de nuestro pasado pues también como seres humanos
descendemos de la ruina. Esta historia negativa nos ofrece, valga la
redundancia, el negativo del poder, su cara oculta, aquello que habitualmente
no muestra. Benjamin lo expresó en su estilo fragmentario de la siguiente manera:
“Jamás se da un documento de cultura sin que lo sea a la vez de la barbarie. E
igual que él mismo no está libre de barbarie, tampoco lo está el proceso de
transmisión en el que pasa de uno a otro.”
¿Es posible una sociedad sin poder? La teoría anarquista
Nuestra presentación de las teorías filosóficas en torno
al poder político no estaría completa si no hiciéramos referencia a uno de los
movimientos intelectuales que, como negación, más ha reflexionado sobre este
concepto: el anarquismo. Esto pudiera parecer contradictorio, ya que el
anarquismo es en cierto modo la teoría del no-poder. O quizás habría que decir
una pluralidad de teorías: no es fácil identificar con una sola línea o sistema
de pensamiento un conjunto de ideas que precisamente reniegan del sistema, la
escuela y la academia. Si el orden representa, en cierto modo, una imposición,
los anarquistas nunca han gustado de identificarse con manifiestos, credos o
grandes teorías. A esto hay que añadirle la asociación que suele establecerse
entre el anarquismo y la violencia: en lugar de criticar las ideas que proponen
sus autores más representativos, se suele caer en la descalificación de
acciones violentas reivindicadas por individuos que se dicen anarquistas. Este
extremo es señalado por Félix García Moriyón, uno de los mayores estudiosos
españoles del anarquismo. En Del socialismo utópico al anarquismo nos ofrece una definición amplia
de este movimiento: “una determinada corriente del pensamiento socialista y del
movimiento obrero, que tiene su aparición y desarrollo en los siglos XIX y XX,
y que se diferencia de las demás corrientes socialistas por su especial énfasis
en la crítica al Estado y por una defensa radical de la libertad individual
compatible con la solidaridad, para lo cual propone un modelo autogestionario
de sociedad.” A partir de esta definición, y siguiendo el texto de García
Moriyón, cabría identificar con las siguientes las principales ideas del
anarquismo:
1. El anarquismo frente a las grandes “utopías”: desde un
primer momento, los autores anarquistas tomaron distancia respecto al
socialismo utópico (Owen, Saint Simon y
Fourier), que esperaba de manera un tanto ingenua la disolución
del capitalismo para dar paso a una nueva forma social idílica, en la que la
equidad fuera una realidad. Los autores anarquistas se posicionan mucho más cerca
del conflicto social y a su alrededor surgen causas sociales más modestas, pero
realizables: igualdad hombre- mujer, universalización de la educación, inclusión
social, liberación sexual, lucha contra la marginación… Los anarquistas siempre
han mostrado una gran sensibilidad hacia este tipo de reivindicaciones.
2. El poder es capaz de degradar la naturaleza humana, por
lo que siempre hay que desconfiar del mismo. La corrupción no es un suceso aislado
y puntual, algo que ocurra de manera accidental en los círculos de poder. Para
los anarquistas el poder corrompe siempre y a todos: nadie se escapa a su
capacidad desmoralizante. Los diferentes organismos e instituciones en los que
se encarna son igualmente perversos por definición: la corrupción alcanza a
todos los niveles y órdenes del Estado.
3. Como consecuencia de esto, hemos de aceptar que por
definición todo gobierno es malo y está usurpando la propia conciencia y
capacidad de decisión del individuo. El gobierno podría asemejarse a una
esclavitud ya que dicta normas de obligado cumplimiento a los individuos, sin
respetar su capacidad de decidir por sí mismo. Los anarquistas asumen como
propia una crítica de inspiración marxista: toda acción de gobierno representa
los intereses de una clase determinada y parece ignorar que el poder se
encuentra en la base de la sociedad y no en su cúspide. Ante esta inversión inaceptable,
tan sólo cabe una vía: la acción que conduzca a la revolución.
4. El anti teísmo: más que un concepto, Dios es uno de los
símbolos que perseguirán abiertamente los anarquistas. Para ellos, representa un
poder que niega al ser humano y en este sentido la misma idea de Dios genera
opresión y persecución. El ateísmo no basta: es preciso ser anti teísta. Más
allá de negar la existencia de Dios, los anarquistas tratan de luchar contra
quienes defienden su existencia, dando un paso más desde un ateísmo
“intelectual” a un anti teísmo activo, práctico y militante. Liberar el ser humano
implica negar la idea de Dios e incluso perseguirla. Una consecuencia de esto será
el anticlericalismo que siempre ha caracterizado a los anarquistas: la iglesia
es también una institución de poder y como tal corrompe y genera esclavitud, abanderando
siempre los intereses particulares de sus jerarcas y dirigentes. Por eso no es
de extrañar que, a ojos de los anarquistas, la iglesia esté siempre aliada con
el poder.
En su vertiente positiva y afirmativa, el anarquismo pretende
presentarse como el gran movimiento a favor de la libertad, que es quizás el
concepto fundamental de toda la teoría anarquista. Si tiene sentido la crítica
al poder, el Estado, Dios o la religión es precisamente porque se asumen como
limitadores o negadores de la libertad. Tal y como se concibe en el anarquismo,
la libertad se concreta en los siguientes rasgos:
1. En primer lugar, asumiendo ideales ilustrados, la
libertad es principalmente autonomía, capacidad de ser el dueño de sí mismo y
decidir por uno mismo. Nadie ha de entrometerse en la libertad individual, que
es considerado un valor absoluto dentro de la sociedad.
2. La libertad implica también aceptar las leyes de la naturaleza.
Aunque pudiera parecer contradictorio, los anarquistas sostienen que el ser humano
tan sólo puede aceptar las leyes de la naturaleza, ya que no le es posible
escapar a las mismas. Esto no implica dar por buena cualquier propuesta que se
pretenda “disfrazar” de natural: hay que mantener atento el pensamiento
crítico, para separar lo que viene de la naturaleza de aquello que está
condicionado por la sociedad. Las leyes de la naturaleza deben ser descubiertas
por el propio sujeto y no impuestas por una casta científica. El conocimiento
debe ser abierto y compartido.
3. La libertad es interpretada también en su capacidad
creadora e innovadora. En un sentido que va mucho más allá de la ciencia y la
técnica: podemos soñar sociedades mejores, distintas a las nuestras. Romper la
rutina, vivir distinto, es posible si nos empeñamos en ello, si ponemos nuestra
imaginación en esta tarea.
4. La libertad nos lleva necesariamente a la solidaridad y
el apoyo mutuo. No hay libertad si el resto de la sociedad no es tan libre como
el propio sujeto: de otra manera habrá opresión de la cual podremos ser más o
menos cómplices. Es más, el anarquismo es también una llamada al compromiso: el
conflicto nos obliga a tomar parte y sólo hay dos posibilidades: opresores u
oprimidos. La libertad de cada uno se construye además en sociedad, por lo que
jamás podremos encontrar en la libertad de los demás un límite o un obstáculo,
sino más bien una opción de ayuda, un semejante con el que poner en práctica la
solidaridad, o del que solicitarla.
El anarquismo se situaría en las antípodas del absolutismo
y el totalitarismo. Entre estos opuestos, cabe encontrar diferentes teorías del
poder, como las que hemos estudiado a lo largo del tema. Cada una ha de hacer
frente a sus propias dificultades y contradicciones. Las experiencias
totalitarias del siglo XX no pueden identificarse con el absolutismo
hobbesiano, pero han puesto de manifiesto la capacidad de la política de crear
sociedades inhumanas. En las antípodas de esto, no sería difícil encontrar
personas que consideran que vivir en un estado
hobbesiano, obsesionado por la seguridad, no merece la pena.
Las diferentes propuestas anarquistas muestran sus propias debilidades: su
concepción del ser humano es demasiado optimista, rozando casi la ingenuidad, y
la experiencia histórica nos demuestra la necesidad de un poder: las
experiencias anarquistas han sido puntuales y cortas, no han logrado perdurar
en el tiempo ni extenderse a grandes sociedades. El problema del poder es, en
el fondo, el problema de la convivencia social de un ser humano que lleva
dentro de sí tendencias altruistas y egoístas, inteligentes y estúpidas,
sociales y antisociales, creativas y destructoras.
Dimensiones del poder
“La caída del hombre actual bajo el dominio de la
naturaleza es inseparable del progreso social. El aumento de la productividad
económica, que por un lado crea las condiciones para un mundo más justo,
procura, por otro, al aparato técnico y a los grupos sociales que disponen de
él una inmensa superioridad sobre el resto de la población. El individuo es
anulado por completo frente a los poderes económicos. Al mismo tiempo, éstos
elevan el dominio de la sociedad sobre la naturaleza a un nivel hasta ahora
insospechado. Mientras el individuo desaparece frente al aparato al que sirve,
éste le provee mejor que nunca. En una situación injusta la impotencia y la
ductilidad de las masas crecen con los bienes que se les otorga. La elevación,
materialmente importante y socialmente miserable, del nivel de vida de los que están
abajo se refleja en la hipócrita difusión del espíritu. Siendo su verdadero
interés la negación de la cosificación, el espíritu se desvanece cuando se
consolida como un bien cultural y es distribuido con fines de consumo. El alud
de informaciones minuciosas y de diversiones domesticadas corrompe y entontece
al mismo tiempo.”
(Horkheimer, M., y Adorno, Th. W., Dialéctica de la Ilustración)
Preguntas para el comentario
1. Explica cuál es la idea esencial del texto
2. ¿Cuántos sentidos de la palabra “poder” se encuentran
en el texto?
3. ¿Crees que el poder político, tal y como lo hemos estudiado,
es el más importante para entender la manera de ser y vivir de los individuos?
¿Qué dirían los autores del texto?
4. Explica el significado de las expresiones subrayadas.
5. Valoración personal del texto
¿Cómo es posible el Estado?
“¿Qué es el soberano? ¿Cómo puede constituirse? ¿Qué es lo
que une los individuos al soberano? Este problema, planteado por los juristas monárquicos o antimonárquicos desde el siglo
XIII al XIX, continúa obsesionándonos y me parece descalificar toda una serie
de campos de análisis; sé que pueden parecer muy empíricos y secundarios, pero
después de todo conciernen a nuestros cuerpos, nuestras existencias, nuestra
vida cotidiana. En contra de este privilegio del poder soberano he intentado
hacer un análisis que iría en otra dirección. Entre cada punto del cuerpo
social, entre un hombre y una mujer, en una familia, entre un maestro y su
alumno, entre el que sabe y el que no sabe, pasan relaciones de poder que no
son la proyección pura y simple del gran poder del soberano sobre los
individuos; son más bien el suelo movedizo y concreto sobre el que ese poder se
incardina, las condiciones de posibilidad de su funcionamiento. La familia,
incluso hasta nuestros días, no es el simple reflejo, el prolongamiento del
poder de Estado; no es la representante del Estado respecto a los niños, del
mismo modo que el macho no es el representante del Estado para la mujer. Para
que el
Estado funcione como funciona es necesario que haya del hombre
a la mujer o del adulto al niño relaciones de dominación bien específicas que
tienen su configuración propia y su relativa autonomía.”
(Michel Foucault, La microfísica del poder)
Preguntas para el comentario
1. Idea principal y estructura del texto.
2. Explica el significado de las expresiones subrayadas.
3. Según el texto, ¿es el poder político el más importante
de todos? Explica la tesis de
Foucault y da tu punto de vista al respecto.
4. Verticalidad, Dominación, Parlamento, Red. ¿Cuál de estas
palabras describe mejor la concepción del poder que aparece en el texto?
Explica por qué.
5. Relaciona el texto con el anarquismo: ¿Qué crees que ocurriría
si desaparecieran todas las relaciones de poder que describe el texto?
Muy informativo, aunque, y lo digo sin animo de lucro alguno, el articulo sobre el poder de pensadores live me pareció mas... esclarecedor quizás? No se, de todos modos lo dejo aqui si quieren: https://pensadores.live/el-poder1/
ResponderEliminarBuenas noches profe, disculpe la tardanza pero acá le dejo mis respuestas de las preguntas del trabajo
ResponderEliminar1) ¿Que entendimos de cada autor?
Maquiavelo fue una persona que separó la política de los morales y de la religión, centró sus conceptos con el fin de mantener un gobierno beneficioso para el Príncipe (como lo explica en su libro). Estaba a favor de mantener una monarquía, osea, pensaba que la única forma de obtener un buen gobierno es pensar en el príncipe para que éste pueda tener la astucia y el ingenio de sacar a un país adelante.
Hobbes, en cambio, expuso que todos tenemos que contribuir dando nuestra libertad completa a cambio de seguridad y la posibilidad de cumplir nuestros deseos. También estaba a favor de la monarquía, ya que es un sistema que es fácil de manejar. El sostiene que el ser humano es un animal egoísta, y que se relaciona con el fin de tener seguridad
2) ¿Que cosas siguen vigentes en la actualidad?
Las cosas más notorias son el poder que tiene la iglesia sobre el estado. Otra situación actual es el hecho de que todos los individuos seguimos siendo seres egoístas que damos nuestra libertad total con la condición de estar protegidos por la ley
3) ¿Cuáles cuestiones consideras que están bien y cuáles no?
Para mi, simplemente si mostraramos empatía hacia el otro, las cosas simplemente serían mejores, no existirían muchas cosas que hoy en día se conocen y se ven, como por ejemplo la pobreza y personas viviendo en las calles
La que siento que estarían bien sería que la religión tenga opiniones.. pero que no se base sólo en la religión y que piensen más en otras personas y en todos los demas aspectos que no son religiosos.